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Meter el pie, meter la pata

Jesús Silva-Herzog Márquez

En su ensayo sobre Antonio Maura, Ortega y Gasset ensayó otra forma de pescar la naturaleza de ese bicho tan extraño a su talante, el político. El filósofo veía en el político mallorquino el único ejemplar auténtico de político en España. Un hombre sin ideas claras pero de profundas intuiciones. Un hombre volcado a la acción. En ese texto, Ortega advierte que al político “de raza” (así le llama) no le interesan los problemas de Gobierno, esas dificultades obvias de la gestión pública o de la decisión parlamentaria. El político verdadero se encarga de arrancarle problemas al subsuelo para planteárselos a la nación. Un político es un “planteador de problemas”. La política verdadera resultaba anticipación inteligente de aquello que las rutinas ocultan. El político no tranquiliza, trastorna el equilibrio para encontrar, en el conflicto, una terapia para el cuerpo social. Que la política levante tempestades no debe asustar a nadie. El planteador de problemas agita las aguas, pero al hacerlo, las dirige, las encauza, les encuentra curso. En todo caso, el político complica las cosas para lograr un orden. No le asustan los conflictos, en ocasiones los inventa, pero los emplea para dar camino a la nación desde el Estado.

No asusta la agitación perpetua de México, sino la esterilidad de sus trastornos. En México hasta el conflicto es infructuoso. La incompetencia y la mezquindad marcan nuestra vida pública. Por ello la rutina de la política mexicana es una secuencia tenaz de dos talentos notables: meterle el pie a los otros y meter la pata. Equilibrio perfecto de torpeza y ruindad: hacer tropezar a los otros para que no lleguen a ningún lado; caer en agujeros que uno mismo cava. Ésas son las razones del estancamiento: ser incapaz de unir el paso del pie derecho con el tranco del pie izquierdo y avanzar. Empeñarse en impedir que el otro camine. Atorados, pues, entre las zancadillas y los resbalones.

Quise comenzar esta nota con la reflexión de Ortega porque vale la pena tener en mente la importancia del conflicto, la naturaleza problemática del actuar político. La armonía es sospechosa; es, seguramente, el encubrimiento de alguna disonancia profunda. No hay política—y menos si busca apellido democrático— que implique la evaporación de las desavenencias. Pero la aceptación de ese rasgo no supone abdicar a la pretensión de instaurar un orden distinto, de dirigir con rumbo las fuerzas en conflicto. Esa es, creo, la tarea del poder público: proyectar un camino común entre las rivalidades. Lo que se ha impuesto entre nosotros es la convicción bien arraigada de que la misión de cada grupo consiste en hacer naufragar el barco del otro. El éxito de uno tiene como trofeo el infortunio del adversario. Y es por eso que no aparece una línea que con claridad establezca puntos de distanciamiento y zonas de acuerdo. Regiones que marquen un principio de oposición y los territorios para una política común. Más allá de las declaraciones de amor patrio y las proclamas sobre el interés-superior-de-la-nación, preside el tráfico entre poderes el deseo de meterle el pie al otro. Nuestra historia reciente conserva una rica lista de zancadillas memorables.

Esa lista de trampas, emboscadas y engaños es sólo comparable con el inventario de tonterías y torpezas de nuestra clase política. Al lado de las estrategias forjadas con la intención de hacer fracasar al adversario, se extiende una enorme red de incompetencia que se empeña en el desastre. Se ha dicho que no hay régimen político más necesitado de talento que el régimen pluralista. Cualquier idiota se hace obedecer en una dictadura, con tal de que tenga bien sujeto el látigo convincente. En un régimen donde no hay garantía de obediencia, donde no hay monopolio del liderazgo y donde prospera el derecho al desacuerdo, es indispensable cierto talento. No abunda el juicio político en estos tiempos. Los Gobiernos que se han sucedido desde la aparición de la competencia no sólo han enfrentado el ataque sistemático de sus opositores, sino que han enfrentado los golpes que su propia torpeza les atiza.

El Gobierno de Calderón tiene que brincar constantemente para esquivar las zancadillas que le tunden unos y otros. Pero también mete la pata con gran soltura. No es que bucee orgteguianamente en la entraña de México para hacer visibles los ignorados problemas que tenemos que encarar. Es que se ha creado él mismo problemas secos, innecesarios. Felipe Calderón cambió la pieza política central de su equipo para tener un instrumento eficaz y, sobre todo, confiable. Hoy esa pieza es más una fuente de problemas que un remedio. La Secretaría de Gobernación ha dejado de ser un puente ancho que conecta la Presidencia con la enredada política nacional, que le permite entablar comunicación y sellar convenios. Es el mejor emblema de su aislamiento: un presidente cercado por un diminuto anillo de amigos. El Gabinete de Calderón no es una colección de talentos ni una alianza de fuerzas representativas. Tampoco es una carta de partido. Es un club unido por el sublime mérito del afecto presidencial. Hace muchos años que México no veía tan ostentosa declaración de amiguismo. El hecho es que esa creciente cerrazón parece ser fuente de incapacidad. Calderón ha metido la pata y parece obstinarse en su traspié. Prefiere la satisfacción de su metida de pata a reconocer el éxito de quienes le meten el pie.

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