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México y la elección norteamericana

Carlos Fuentes

Mi relación con los Estados Unidos de América es vieja y profunda. Viví y estudié en Washington, la capital, entre los cuatro y los once años de edad. Aprendí lengua, historia y hasta cierto punto, costumbres. Porque éstas —las costumbres— las pude contrastar y suplementar gracias a veranos pasados en la Ciudad de México, a cargo de mis abuelas (veracruzana una, sonorense la otra) que me dieron idioma y costumbre, cocina y memoria.

Tuve la fortuna de vivir la época en la que Lázaro Cárdenas gobernaba en México y Franklin Roosevelt en los Estados Unidos Cuando Cárdenas nacionalizó el petróleo en 1938, se esperaba la tradicional reacción norteamericana: sanciones, represalias, rupturas, amenazas. No fue así. Inglaterra y Holanda rompieron relaciones. Roosevelt las mejoró. Aceptó el derecho soberano de México a disponer de sus recursos naturales y procedió a negociar en vez de amenazar. Tanto Roosevelt como Cárdenas sabían que se aproximaba la Segunda Guerra Mundial. Roosevelt quería un amigo, no un enemigo, en su frontera Sur. Cárdenas quería un sucesor moderado (Ávila Camacho) como aliado de los aliados en contra de la extendida germanofilia mexicana y, a largo plazo, un presidente (Alemán) que impulsase el proceso de industrialización iniciado por la Reforma Agraria y la nacionalización del petróleo. Aquélla liberó al campesino. Ésta, impulsó a la industria.

Recuerdo este momento estelar porque marcó el inicio de una relación abocada a la negociación y una renuncia de la intervención armada. Hubo, hay y siempre habrá problemas entre México y los Estados Unidos. Hemos aprendido a resolverlos en paz, sobre todo cuando ha habido inteligencia en la Casa Blanca —Roosevelt, Truman, Kennedy, Clinton—. Cuando no la ha habido, México debió oponerse, de la política hacia Cuba, a la Guerra de Irak, con buenos argumentos que a la postre favorecieron la buena relación: México no es lacayo, es amigo.

Hoy, el problema (y la oportunidad) mayores tienen que ver con el fenómeno migratorio. Visto a veces como asunto “unilateral” del país de donde se emigra, a veces como tema “bilateral” (México-Estados Unidos, África Subsahariana-Europa Occidental, Bolivia-Argentina, China-Rusia) se trata hoy de un asunto mundial, abierto a soluciones uni- y bi-laterales, pero al cabo digno de atención y reglamentación globales.

John McCain, el candidato republicano, es el co-autor, junto a Edward Kennedy, de la mejor propuesta migratoria: la Ley Kennedy-McCain, al cabo desechada por el Congreso de los Estados Unidos para caer en un impasse que ha dejado el tema sin cobertura jurídica nacional, en manos de autoridades locales, ocasionales gestos oficiales y múltiples iniciativas de fuerza: un caos peligroso.

McCain ha renegado de su racional posición anterior, moviéndose, oportunista, a una política dura a fin de complacer a la extrema derecha de su partido. Kennedy es paciente. Ha recordado que aprobar dos leyes fundamentales (la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la Ley del Derecho al Voto de 1965) tomó mucho tiempo. Tiempo exigirá también aprobar una legislación que tome en cuenta derechos y obligaciones de trabajadores, empleadores y autoridades en los Estados Unidos. Menos tiempo deberían tomar las medidas mexicanas para incrementar la oferta de trabajo en nuestro país. Hay varias amenazas.

La recesión norteamericana cerrará puertas. No sé si habrá menos demanda de trabajadores mexicanos. Si sé que muchos serán expulsados de los Estados Unidos. Muchos serán perseguidos en la Frontera. Esto habrá de reverberar seriamente en México. Aumentará el desempleo, la irritación, la rebeldía. La oposición al Gobierno crecerá. Y no bastará ni la pasividad ni la ilusión perenne de que un país de pobres absorbe a sus pobres y lo soporta todo. La negación no es respuesta, es peligro.

Mucho se ganará si los presidentes Felipe Calderón y Barack Obama (o Calderón y McCain) dialogan y negocian seriamente el tema de la responsabilidad y la oportunidad bilateral. Más se ganará si Calderón, desde ahora, concibe un plan de desarrollo integral que comprometa al país entero. No sólo a un partido. No sólo al Gobierno. A todos los partidos, a todos los gobiernos —federal, estatales, municipales— en un proyecto general, un Nuevo Trato mexicano que nos incluya a todos como a todos incluyó el New Deal de Roosevelt.

Infraestructura, comunicaciones, educación, producción, información, salud, crédito. Asistencia técnica. Renovación urbana. Desarrollo portuario. No como actos aislados que se esfuman en el trajín semanal, sino como programa nacional incluyente, general, comprometido con todos, para todos.

En otra época, en otras circunstancias, el presidente Ávila Camacho enfatizó la unidad nacional durante la Segunda Guerra Mundial, cerrando la etapa de la guerra de facciones. Hoy, en la nueva circunstancia, el presidente Calderón debería trascender las carencias de un Gabinete dócil y con sólo tres o cuatro miembros sobresalientes mediante un Gabinete con personalidades nacionales que sin disminuir al Ejecutivo, lo engrandezcan. Todos conocemos a las figuras, del P.R.I. algunas, del P.R.D. otras, independientes las más, que podrían darle a Calderón un Gabinete capaz de unir al país para la tarea mayor que aquí he mencionado, sin menoscabo de la saludable diferencia partidista. ¿Quiénes son? Todos los conocemos.

El caso es que Felipe Calderón necesitará un Gabinete remozado y un país con proyecto nacional para negociar, a partir de enero, con Barack Obama o con John McCain.

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