La mayoría de los migrantes tiene el contacto que lo cruzará hacia su destino final: Estados Unidos. (El Universal)
Cerca de 40 pasajeros van hacia Altar, Sonora, para cruzar la frontera donde hay ‘chamba segura’
“Mi sueño para irme es triunfar”; “hacerme una casita”; “ganar dinero”; “el peso americano vale más que el peso mexicano, ése es el sueño”. Uno tras otro, Crescencio, Ramón, Sabas y Juan, explican lo que para ellos significa el sueño americano. Van rumbo a alcanzarlo junto a otros 40 pasajeros que tomaron un camión en Córdoba, Veracruz con destino a Altar, Sonora.
Por ello, el “viaje del guajolote”, como se le conoce al trayecto, es el camión de los sueños. Aunque la ruta sea vía el infierno mexicano.
La mayoría ha cruzado en más de una ocasión y los primerizos conocen el camino en voz de hermanos, padres y primos. En realidad, pocos van a la aventura.
Como Leonardo, un joven de 22 años que dejó esposa e hija recién nacida, muchos tienen trabajo asegurado. “En una fábrica de químicos”, señala. El destino final, dice, es Denver y hasta ahí lo llevará el “pollero”. De hecho con él y su primo de 18 años viajó un guía “pero otro es el que nos cruza una vez en Altar”, aclara: “Nos dan tenis y lo necesario para el desierto”.
Entre los tripulantes están Ramón y Sabas de 16 y 17 años, respectivamente. Ninguno terminó la secundaria. Tampoco han trabajado más allá del apoyo en el campo, pero no creen que México merezca la oportunidad. “No hay nada”, repiten con vehemencia, mientras que en Kentucky les espera chamba segura.
A Kentucky, Arizona o hasta Chicago, el servicio es de puerta a puerta. El costo va de los dos mil hasta los cuatro mil dólares.
El modo casi siempre es el mismo: se les recluta en los pueblos. En Comascatepec, Ramón y Saba fueron invitados:
“Vienen para invitarte y ver si te quieres ir para el otro lado... ya tienen una fecha para cuándo van a salir, contratan un autobús de turismo de aquí de Córdoba y te dicen qué día y a qué hora”.
Pero los polleros, “los que de verdad te pasan”, señala Ramón, están en la frontera.
Los tres o cuatro guías que van mezclados entre los migrantes del autobús “nada más te llevan, te entregan”, indica otro migrante que ha recorrido ese camino en cinco ocasiones. La última parada del “viaje del guajolote” es Altar, Sonora. Y ahí se dispersan.
Los que llevaban guía se perdieron apresurados entre las calles del pueblo, cuya única razón de ser es el tráfico de personas. Los otros subieron a taxis que ya los esperaban. Sólo Crecencio se quedó. Él salió de Tehuacán, Puebla, para alcanzar a su hermano, quien lo cruzará. Le marcó al celular.
“Como él conoce allá pues le digo: yo también me aviento; pues dice: si vas a caminar de punta a punta y de frontera a frontera carnal, pues adelante”. Su hermano viajó desde Chicago hasta Altar, Sonora con el único fin de cruzarlo.
Aunque, entre otras cosas, confiesa Cris, como lo llaman sus conocidos, su carnal se dedica a pasar gente. A él ya le encontró un trabajo en una tortillería en Cicero, un barrio de Chicago.
Durante las dos horas de espera en Altar la estrategia fue no hablar o escuchar a nadie. Lo acompañamos dentro de la iglesia porque en Altar no son bienvenidos los fuereños. No pasaron ni 30 minutos cuando fuimos abordados por dos hombres robustos. “Aquí ‘huera’, hay mucha gente que no le gusta la gente extraña. Píntate el pelo y no llegues tan flacona, ¿qué quieren aquí si lo único que hay son ‘polleros’?, el de los tacos, el del taxi, el policía, todos”, dice.
No pasó nada. Crecencio partió. Su hermano lo recogió en la iglesia y se opuso a que lo acompañara gente de prensa.
Luego de 48 horas de viaje, de día y de noche, no supimos nada más de los 40 pasajeros que acompañamos. Intentamos seguirles la pista en el Sásabe, pero encontramos un pueblo que de día parece muerto.
Sólo hay silencio, camionetas, vidrios polarizados, tiendas donde se abastecen los migrantes antes de partir y estancias donde los encierran los “polleros” antes de coger rumbo al desierto.
Todo lo que sucede en el Sásabe es subterráneo. Ahí no hay retenes, ni militares, y mucho menos autoridad, pero sí una reja divisoria que ha crecido en los últimos dos años. Por eso están las advertencias y los carteles sobre el riesgo en el desierto. Están también en la garita unas cruces de madera que gritan en medio del silencio: “¿van dos mil muertes, ¿cuántas más?”.