El otro día, Terry, al ir por las labores del Potrero estalló a mi paso un revolar de codornices.
Evoqué una mañana como aquella. Tú ibas conmigo, y también esa vez los pajarillos hicieron su sonora fuga. Eras casi un cachorro todavía, por eso te asustó el súbito estrépito de alas. Fuiste hacia mí. Oculto tras mis piernas asomabas la cabecilla inquieta para saber qué había sido aquello. Me reí de tu sobresalto, perro mío. En eso hice mal, pues no debemos reír de los amigos, sino reír con ellos.
Ahora fui yo el que se asustó con el inesperado estruendo. Si hubieras ido tú conmigo no te habrías reído. Me habrías tranquilizado con tu mirada de agua quieta. Pero qué quieres, Terry: ustedes los perros son más humanos que nosotros los hombres. El que no sabe esto es porque no conoce a los perros. O porque no conoce a los hombres.
¡Hasta mañana!...