¿Recuerdas, Terry, el día que hallaste en el campo a un conejo niño? Te miró el gazapillo con ojos angustiados: eras la muerte. Y lo miraste tú, también, y luego me miraste a mí.
Yo no te dije nada, pero tú hiciste lo que debías hacer: diste la media vuelta y dejaste al conejito en paz. Otro perro cualquiera, pensé luego, habría destrozado a la criatura. Tú olvidaste los atavismos de antiguo cazador, y tu instinto dio paso a la piedad.
¿Por qué nos hizo Dios a los humanos, Terry, tan distintos de los perros? En ti no cabe el mal; en mí todas las maldades tienen casa. Y no te pido que cambiemos de alma, porque eso sería otra maldad. La tuya es de agua clara; la mía anda extraviada en una noche sin ninguna luz.
Por eso, Terry, déjame caminar contigo. Olvídate otra vez de que eres cazador y vuélvete mi lazarillo. El camino que tomes será bueno, porque eres bueno tú. Eres perro: sabrás perdonar mi humanidad.
¡Hasta mañana!...