Yo, feliz de mí, tengo una biblioteca y un jardín.
Juntos están la una y el otro, de tal manera que la biblioteca es como un jardín, y el jardín es como una biblioteca que me enseña a veces más cosas de las que se hallan en los libros.
Abrí por la mañana la cortina, y hallé que mi jardín estaba anieblado por la niebla. Describir esa visión es muy difícil. ¿Quién puede sujetar la bruma con palabras? Pero digamos que vino Renoir a pintar un paisaje impresionista para mí.
Noté de pronto un punto de color en la neblina. He aquí que de la noche a la mañana había florecido una rosa en el rosal. Quienes dicen que la felicidad no puede comprarse con dinero es porque nunca han comprado un cachorro o una planta. Aquel rosal que compré hace unos meses en el vocinglero mercado de mi ciudad tenía una súbita rosa, como un milagro repentino.
Corté la rosa -me dio pena verla temblar en el frío mañanero-, y la puse en un vaso. En el jardín quedó el tardío invierno. Y encima de mi escritorio está esa primavera, metida hasta los hombros en el agua, como una muchacha en la piscina.
¡Hasta mañana!...