-No creo en Dios -dijo el infiel a San Virila-.
En eso cayó un rayo del cielo y fulminó al incrédulo.
La mujer y los pequeños hijos del difunto cayeron a los pies del santo y llorando le suplicaron que lo resucitara.
San Virila, que aunque no lo decía nunca se mortificaba a veces por las rabietas del Señor, puso la mano sobre el montón de cenizas que era el muerto, y éste volvió a la vida, volvió a ser un hombre.
-No creo en Dios -volvió el infiel a repetir, tozudo-. Y se alejó.
-Qué lástima -musitó San Virila con tristeza-. Sigue muerto.
¡Hasta mañana!...