El abate Marchesi, hombre de religión, vivió su existencia en soledad. Hizo siempre muy duras penitencias; jamás disfrutó los goces de la vida; la pasó recitando letanías día y noche.
Solía aquel abate asustar a la gente hablándole con tonos espantables del infierno. Todos estaban condenados al infierno según él: la muchacha que cada tarde peinaba su larga cabellera en el balcón; los amantes que cambiaban furtivos besos en los linderos del bosque de abedules; el anciano que en la taberna recordaba sus amores de la juventud. Todos se iban a ir al infierno según él.
Cuando murió el abate se le negó la entrada al cielo porque no había vivido la vida de los hombres, sus alegrías y sus llantos, sus heroísmos y sus mezquindades, su felicidad y su dolor.
—Al infierno debe ir este hombre— oyó el abate que decían de él los jueces celestiales.
Y se encontró de nuevo convertido en hombre de religión que se pasaba la vida en soledad, haciendo duras penitencias, sin disfrutar los goces de la vida y recitando letanías día y noche.
¡Hasta mañana!...