Allá en los años treintas de este siglo las comadronas de Oaxaca cobraban sus emolumentos según el sexo de la criatura que habían ayudado a traer al mundo: si era niño, un peso; si era niña, 50 centavos.
Cuando en la España monárquica la esposa del rey daba a luz al primer retoño del soberano, los cañones del palacio tronaban quince veces si la reina había parido una hija, y veintiuna si el recién nacido era varón, pues éste aseguraba la sucesión del trono.
Desde el principio de la historia la mujer ha sufrido discriminación por causa de mitos religiosos hondamente arraigados en eso que los sociólogos llaman “conciencia colectiva”. Ni siquiera la grandeza de María, la madre de Jesús, libró a la mujer de la maldición de Eva. Muchas iglesias cristianas prohíben que las mujeres realicen funciones religiosas que siguen siendo privativas de los hombres.
Permanezca ahí tal discriminación. Veamos como un absurdo resto del pasado cualquier acción que lesione la dignidad de la mujer, su derecho, o el papel -de la misma importancia que el del hombre- que puede y debe desempeñar en la comunidad.
¡Hasta mañana!...