En el pequeño cementerio de Abrego hay una tumba sin inscripción ni lápida. Pero en las noches en que no sopla el viento se puede oír ahí una voz:
“... No leí jamás los libros escritos por los hombres. Bastante ignorante es ya uno sin leerlos. Pero por casualidad me enteré de que los chinos dicen que todo hombre debe engendrar un hijo, plantar un árbol y escribir un libro.
“Me impresionó la frase, pese a que en mis tiempos se creía que los chinos servían sólo para almidonar camisas y quise cumplir aquel mandato. Me apliqué primero a la tarea más urgente y comencé a engendrar hijos. Escasamente habrá algún rancho de la sierra en que alguien no tenga los ojos como yo.
“Luego me puse a plantar árboles. Los hijos se me fueron; los árboles jamás. A los hijos les di yo; los árboles me dieron a mí.
“Y eso fue lo que hice. Engendrar muchos hijos; plantar muchos árboles. Quiero decir que viví porque hice surgir vida.
“Lo demás, lo del libro, no importa. Quienes los escriben sacan libros de un anaquel, los leen, escriben el suyo y vienen otras manos y lo ponen en el anaquel.
“Yo tuve hijos. Yo planté árboles. Viví. El libro se los debo...”.
¡Hasta mañana!...