Otra vez los árboles de ciruelo nos dieron el regalo de sus sabrosos frutos, rojos y dulces como la pasión.
Algo tiene la tierra del Potrero, que todo lo que da es distinto a lo que otras tierras dan. El tabaco que en el pasado siglo se cosechaba en el Potrero era más fuerte que los más fuertes tabacos que venían de otras partes, y con el trigo que en el Potrero se recoge se hace un pan que en su sencilla humildad es incitante, como si lo hubieran amasado al mismo tiempo manos de sirenas y de vírgenes.
Corté al salir el sol uno de estos ciruelos, y sentí que estaba cortando de la rama un pequeñito sol. Ya de regreso en la cocina no me atrevía a comerlo: me parecía profanación morder aquella perfecta redondez. Pero los hombres nos pasamos la vida profanando todo lo sagrado, y entonces hinqué el diente en la ambarina pulpa del ciruelo. Su jugo formó dos ríos en las comisuras de los labios, y fueron sus aguas el bautismo que me absolvió de culpa.
¡Hasta mañana!...
