En el pequeño cementerio de Ábrego hay una tumba que no tiene nombre. Quienes saben leer en las tumbas -todos deberíamos aprender ese alfabeto- leen ahí estas palabras:
“Nací. Fui el tonto del pueblo. No asistí a la escuela nunca: mientras los otros niños decían que dos por dos son cuatro, y otras tonterías semejantes, yo, el tonto, iba libre por el campo; veía cómo las nubes ven pasar a los hombres; escuchaba la voz de todo lo que no tiene voz.
Crecí. También entonces iba a todas partes sin llegar jamás a ninguna. Es decir, hacía lo mismo que hacen los demás. Los aldeanos se divertían conmigo. Ignoraban que sus mujeres, cuando me hallaban en las eras, se divertían conmigo de otro modo. Se había corrido entre ellas la voz de que para eso yo no era nada tonto.
Morí. Morí contento porque en mi locura supe que siempre fui más feliz que aquellos que se reían de mí, y que estuvieron sometidos toda la vida a la dura esclavitud de no parecer tontos. Ahora, en esta tumba mía que no tiene nombre, me pregunto si en verdad yo fui el tonto del pueblo”.
Esas palabras dice aquella tumba. Pero nadie las escucha. ¡Tontos!
¡Hasta mañana!...