Los veo siempre cuando voy a la casa donde viví mi niñez y juventud.
D’Artagnan... El conde de Montecristo... Robinson Crusoe con su quitasol y su perico... Gulliver... Oliver Twist... Tartarín de Tarascón, el de los ojos cerrados y la imaginación abierta por el sol deslumbrante del mediodía francés.
Y luego personajes que conocí en la adolescencia: Madame Bovary, Ana Karenina, Eugenia Grandet... Dramas de Dostoievski y melodramas de Zola...
Y es que leía yo, leía siempre, la silla de tule recargada en la pared del añoso jardín, entre macetas de helechos y de espárragos. Pasaba el sol de uno a otro lado del patio y pasaban con él las horas y los días. ¿Mejor manera habrá de que pasen? Cuando vuelvo a aquel amado rincón de la casona antigua ahí están -fieles- las memorias, y otra vez me rodea el cortejo de sombras que de los libros salen.
¡Cuántas cosas podíamos ver en aquellos años en que sabíamos ver!
¡Hasta mañana!...