Las ardillas que viven en mi huerto buscaban por todas partes y no encontraban nada. Y es que este año los nogales no tuvieron nueces.
Yo veía a las pequeñas criaturas ir y venir inútilmente. Levantaban la cabecilla, inquietas, y miraban las ramas sin el fruto. Me parecía que les reclamaban a los nogales su don de cada año. Y me parecía que los árboles, tristes, extendías sus ramas como nosotros extendemos los brazos en gesto desolado para decir: “¿Qué quieres tú que yo haga? No es mi culpa”.
Entonces yo hice algo. Compré un costalito de nueces en la tienda y las desparramé en el huerto, bajo los nogales. Parecía que finalmente ellos habían dejado caer el anhelado fruto. Las ardillas, en ajetreo de fiesta, llevaron a sus moradas el prodigio.
El mundo es cruel a veces. Yo le enmendé la plana con unas cuantas nueces. Todo lo que demos, por mucho que sea, será lo mismo que unas cuantas nueces si lo comparamos con todo lo que hemos recibido.
¡Hasta mañana!...