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Módulo H11

RELATOS DE ANDAR Y VER

Ernesto Ramos Cobo

Nunca he sido más falso que en esa época, donde mi fingir era la mezcla del haragán y vivillo que no llama la atención, llevarme a la bolsa los pesos que tanto urgían. Las intenciones particulares podrían ser otras, pero había que fingir y despistado hacer el esfuerzo mínimo, ya saben, cosas como esas todos los días. Ahora me excuso pensando que fueron las circunstancias las que a eso me orillaron. Probablemente debí haberlo asumido con mayor seriedad y entusiasmo. No sé. Tal vez fue sólo una reacción natural a toda la historia.

El caso es que en esos días me sentía condenado sin remedio. Las horas se diluían frágilmente, y absorto escuchaba los sonidos de ese sitio de monitores y teclados, donde entonces (cínico) me hacía el trabajador aún sin serlo. Fingía trabajar, miraba el teclado, actuaba a escribir notas en tarjetas amarillas, hacía todo sabiendo que únicamente estaba intentando matar el tiempo.

Recuerdo que frente a mi escritorio pasaban personas desconocidas, aunque pertenecientes a la misma empresa, y mi mirada preguntaba quiénes eran, qué estaban haciendo, en qué tipo de proyectos trabajaban; me preguntaba por qué a mí, allí, arrojadizo, me ocurría solamente jugar a perder tiempo, sobre una silla negra, trepidando ante los repentinos timbres del teléfono, que sonaba incesante.

Pensaba que tal vez todos compartían el mismo hastío, la música, los botones del mouse, jugueteando al unísono con plumones de la misma marca. Pensaba que todos despertábamos cabizbajos, y por la mañana en fila india caminábamos hacia la nada. Nunca lo pude comprobar. Mas había indicios: mudos permanecíamos, resignados, pero principalmente mudos, frente a esa mujer de la izquierda, que era una de las jefas, que por teléfono gritaba sujetando documentos, furiosos golpes y gritos “tabulador, tabulador”.

Eso era todo los días. Por la mañana tocaba entregarle la tarjeta amarilla a un recepcionista también medio muerto y su ágil deslizarla en la banda magnética verificaba, según alcancé a ver con el rabillo del ojo, mi hora de entrada, color de ojos, nombre, color, sexo, religión y número de veces que me había masturbado ayer y entonces su sonrisa fría seguía fija en el monitor y sus dedos apretaban botones de los que resultaba la impresa etiqueta roja: H11; entonces empezaba a caminar lentamente hacía ese módulo.

Sí, caminaba por pasillos donde había sólo basureros blancos y luces estridentes. Giraba a la izquierda pasando la puerta metálica del almacén y dos preguntas. Contestándoselas al de camisa azul, deslizar de nuevo mi tarjeta amarilla, para recibir un bulto que contenía computadora, cables y papeles, y por allí me iba entre otros pasillos, subiendo algunas escaleras y siguiendo un mapa hasta ese lugar 11 del módulo H donde, después de conectar toda la historia, me sentaba a rayonear tarjetas amarillas, entre un temblor en las manos.

Así era: temeroso y sudándome las manos. Porque en cualquier momento podría aparecer un mensaje en monitor solicitando relación de horas trabajadas, y solicitando documentos y resultados y que justificara horas y salario, especialmente salario, porque de no hacerlo, directo a la calle, y con esos antecedentes de improductividad ¿quién podría contratarme? y por eso temeroso y por eso de manos sudorosas (me quedaría en la calle sin centavos), pudiéndose ir todo al carajo y entonces...

No sé. Había alrededor de toda esa época un sabor a desazón sin sentido. No sé. Ignoro porque escribí todo esto. Ya ese tiempo ha pasado, y ahora los ritmos y las circunstancias son distintas y he podido liberarme un poco. No sé. Tal vez las cicatrices de aquella época siguen sangrando. Ese drama y sus cicatrices se me quedaron tatuados.

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