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Mora y los privilegios

Jesús Silva-Herzog Márquez

El 29 de septiembre pasado murió Charles Hale, el estudioso del liberalismo mexicano que pudo ver la formación de nuestras ideas sin los anteojos del partidismo y fuera de la cortina de una excepción imaginaria. En su trilogía rehusó ver a los liberales del siglo XIX o de principios del siglo XX como anticipos de un régimen o de una oposición. Atraído por la vida de las ideas, apreciaba la inteligencia de los pensadores mexicanos que dialogaban simultáneamente con sus lecturas y sus circunstancias. Leer a Constant bajo el murmullo de las conspiraciones y el tronido de las rebeliones. Estudiar a los federalistas sin cerrar los ojos a los dominios de la Iglesia. Que no se lea el pasado con las obsesiones políticas del presente no significa, sin embargo, que dejen de observarse cuerdas de continuidad y filos para la crítica de nuestro tiempo. La invitación que nos hizo Hale para apreciar la corpulencia intelectual de nuestros primeros liberales tiene hoy, bajo un torpe y liviano sistema democrático, enorme actualidad.

El gran trabajo de Hale sobre el liberalismo en tiempos de Mora detalla la transformación del pensamiento de progreso en México. Un liberalismo que traduce se convierte en un liberalismo que adapta. No se trata simplemente de incorporar reglas y principios del liberalismo europeo a México, sino de reconocer la constitución real del país e imaginar el régimen conveniente. Detalla Hale una anécdota cargada de valor: en abril de 1824 los diputados del Estado de México no podían celebrar sesiones en el Congreso local. Las campanas de Santo Domingo repicaban con tal insistencia que los legisladores no se escuchaban. El cuerpo de la representación política del nuevo país no podía deliberar democráticamente por la presencia del sonoro imperio de la Iglesia. Para que las voces se escuchen debe cesar el despotismo de las campanadas. Mora se dio cuenta tiempo después que la constitución del Estado liberal no era asunto de declaraciones progresistas. Aunque la palabra república haya sustituido a la palabra imperio, el país seguía regido por las mismas instituciones. Nuestra sociedad, decía Mora, sigue siendo “el virreinato de Nueva España con algunos deseos vagos de (ser) otra cosa”.

El gran obstáculo para la formación nacional era entonces el “espíritu de cuerpo. “Corporaciones nacidas y cuidadas en el México colonial que seguían disfrutando de enormes privilegios. El antiguo orden persistía, a pesar de que el país había conquistado su independencia. La tarea de los liberales no era simplemente imponer una concepción del mundo en las páginas de la ley. Su responsabilidad histórica era combatir la oligarquía. La independencia había terminado con la sumisión al imperio español y había arruinado a las familias acomodadas. Pero el equilibrio emergente, lejos de dar origen a un orden republicano, inclinó la balanza a favor de las viejas corporaciones. La paradoja de la independencia fue el resurgimiento de las estructuras “telúricas” del mundo criollo. Incluso podría decirse que el nuevo arreglo político —con un poder central muy débil y la ruina de las fortunas económicas— benefició a aquellos actores. Bajo un Estado a la deriva, la corporación eclesiástica y la militar detentaban privilegios injustificables.

Un auténtico programa de reformas implicaba el reconocimiento de esos poderes subterráneos que habían salido a flote y que reinaban abusivamente en el país. Poderes que negaban en la práctica el principio de igualdad que las leyes honraban, cuerpos que bloqueaban en los hechos el progreso económico, baluartes que frenaban el imperio de la ley.

Charles Hale tomaba distancia del uso centenario de la historia: recordar los tiempos idos para decorar el pastel de cumpleaños. Historia para celebrar o condenar el presente. Usar a los muertos para justificar a un régimen o para censurarlo, sin importar que la historia resulte desnaturalizada. Verlo todo como presagio es usarlo todo como escalón. Es dejar de interrogar al pasado para arroparse en él. Pero en el Mora que Hale nos presentó de nuevo hace cuarenta años, hay una apuesta contemporánea que es necesario rescatar: la necesidad de encarar nuestros combates pendientes y dejar la idea de que el liberalismo es la simple filosofía de la dejadez, de la ingenuidad literaria, del conformismo político.

Es que hoy, como en tiempos de Mora, las corporaciones que vienen del antiguo orden han impuesto su imperio, ante un poder tímido, indeciso y en demasiadas ocasiones, cómplice. Las corporaciones sindicales, los conglomerados empresariales dictan el paso sin que pueda ventilarse la palabra de la representación nacional.

Como en 1824, las campanas de las nuevas parroquias impiden la deliberación democrática. Hablar de México es hablar en hebreo cuando rige el espíritu de cuerpo. El Estado, lejos de levantarse por encima de esos espíritus de la parcialidad, parece una suma de delegaciones corporativas. Se ha vuelto así un asiento de pasividad. El partido que nació para combatir la corrupción de aquellos cuerpos ha abdicado a su misión originaria y se entrega hoy al corporativismo.

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