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Muertes auspiciosas

Jesús Silva-Herzog Márquez

Desde los primeros días de su gestión, el Gobierno calderonista jugó con la expresión: estamos en guerra. El presidente se disfrazó para mandar el mensaje con toda claridad: él era el comandante en jefe del batallón contra el narcotráfico. Después la palabra guerra se desvaneció del vocabulario oficial pero, a juzgar por la sangre, en nada desmerece nuestra batalla frente a las guerras convencionales. De hecho, la catastrófica intervención militar norteamericana en Irak parece un paseo tranquilo frente al efecto de las rivalidades criminales en México. Cualquier día de esta semana mexicana habría sido primera plana de la prensa norteamericana. Si en su zona de guerra se hubiera regado tanta sangre como la que se ha rociado en nuestro territorio, hubiéramos visto un embate de denuncias a la intervención; el Congreso se habría pronunciado con un exhorto tajante; el Gobierno se habría visto obligado a dar razones de su estrategia. Si la violencia que hemos visto en nuestras calles se hubiera dado en los mercados de Bagdad, se gritaría por todas partes que la invasión ha sido un desastre y que hay que cambiar inmediatamente de estrategia. Aquí la noticia de la muerte se ha convertido en información ordinaria y trivial. Escondida en páginas interiores, apenas destacada por las imágenes macabras que esparce por todo el país, la violencia adquiere presencia periodística como información del clima o la bolsa. Un automóvil fue quemado con tres cadáveres dentro; en Durango se encontraron cuatro cabezas dentro de unas hieleras; un oficial y su esposa son asesinados al salir de su casa; un enfrentamiento entre bandas deja ocho muertos; decapitan a seis personas; a lado de cinco cuerpos hallados en la carretera, se encuentra un mensaje que dice: “Sigan escarbando y revolviendo el agua hijos de la chin... madre y verán cómo les va a ir”. El vocabulario nacional se expande con “levantones”, encajuelados, entambados, encementados, encobijados, enteipados y cuernos de chivo.

No hay forma de exagerar la emergencia. Los números de la sangre hablan por sí mismos. Del 17 al 23 de mayo ha habido en el país 122 ejecuciones. 15 de los ejecutados han exhibido muestras de tortura; 13 han sido decapitados. 18 cuerpos han sido utilizados para difundir mensajes de intimidación. En lo que va de 2008 ha habido 1,378 ejecuciones. Si sumamos las muertes vinculadas al narcotráfico desde el inicio de la Administración calderonista, llegaríamos a una cifra espeluznante: 4,172. En su gran mayoría, la sangre es del narco y la provoca el narco. Como demuestran las cifras oficiales, el enemigo verdadero del narcotráfico no es el Estado sino el narcotráfico. La amenaza al poder de los narcos no es el Gobierno ni su campaña militar: son sus competidores en el negocio. El crimen mancha ya todo el país, pero hay zonas que concentran la violencia. En Chihuahua ha habido 292 ejecuciones; en Sinaloa 197 y en Guerrero 162. De acuerdo a la contabilidad de la Procuraduría General de la República, el aumento de la violencia es pavoroso: las ejecuciones han aumentado un 47% en relación con el año anterior.

Y, sin embargo, las autoridades insisten en celebrar toda esta sangre como indicio de que la estrategia gubernamental funciona. Nos dicen que las ejecuciones son buena señal; que muestran la debilidad de los criminales y la fortaleza del Estado. De acuerdo al procurador federal, el Gobierno está avanzando y los narcotraficantes retroceden. Por eso matan. A juicio de Eduardo Medina-Mora la estrategia gubernamental tiene una serie de éxitos importantes: se están desbaratando las bandas criminales, se han bloqueado las rutas de Sudamérica; se ha roto la tranquilidad de los delincuentes. Por eso su reacción ha sido tan violenta y por eso sus productos suben de precio. En otras palabras, las muertes que tapizan el país son buenos auspicios: adelantan que el Estado va ganando la batalla. El alegato del procurador es inquietante: la demostración más evidente de que el Estado es incapaz de imponer el orden en el territorio nacional, la exhibición de la violencia más salvaje es interpretada como augurio favorable. Orwellianamente se argumenta: el salvajismo es civilización.

Mientras más sangre se vierta en el país se sabrá que se le ha hecho más daño a los narcotraficantes. Mientras más sádicos y macabros sean los crímenes, más inseguridad exhibirán los criminales. En consecuencia, ¿sería preocupante la disminución de la violencia? En el fondo, el problema sigue siendo el mismo desde que se lanzó la estrategia calderonista contra el narcotráfico. No es claro qué busca, ni cómo se puede evaluar el efecto de la estrategia, ni cómo se sabrá si la “guerra” se va ganando o perdiendo. No es tan distante la guerra mexicana de la iraquí. Ambas intervenciones sirvieron a los presidentes para mostrar determinación y valor para encarar un enemigo temible. Pero más allá del gesto bélico no se ha mostrado en su conducción lucidez estratégica; no ha habido una conducción clara, ni eficaz. Más allá de la determinación que exhibió el presidente Calderón en los primeros días de su gestión, no es claro qué busca, ni cómo puede evaluarse el efecto de su política.

¿Podemos admitir como válido el anclaje optimista del procurador Medina-Mora? Vamos bien: hoy decapitaron un 25% más que la semana pasada. Sigamos adelante: los ejecutados se incrementaron un 30% frente a los ejecutados del mes anterior. Perseveraremos, aunque el país se tranquilice.

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