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Nacionalismo y medios masivos

Carlos Monsiváis

A lo largo del siglo XX, las clases dirigentes no cesan de preguntarse: ¿por qué siguen creyendo en México como si fuera cierto? ¿Por qué persisten las clases populares en sus aficiones? ¿Por qué se reproducen con tal vehemencia? ¿Por qué no se internacionalizan si pueden? Al principio, el nacionalismo es el lenguaje compartido de todas las clases sociales, pero ya en 1968, si se quiere elegir una fecha ritual, la élite no capta el comportamiento de las masas. El nacionalismo se renueva cada vez más escénico, y ya no se dirige hacia afuera sino adentro, no desafía al ámbito internacional (donde se sabe situado en la inmensa desventaja que es la enorme distancia desde la que se le oye) y anhela la consolidación interna, en un olvido deliberado de sus limitaciones. Se pasa del afán de ser tomado en cuenta al orgullo del anonimato y la complicidad con los desiguales. El nacionalismo de la sociedad de masas extrae sus razones de contentamiento en sentido opuesto a la realidad y las expectativas. Ante el sistema que las excluye, las masas se declaran de mil maneras la única nación real, opuesta a la ficticia o inaccesible de políticos y burgueses. Y si los de arriba quieren ser cada día menos mexicanos (de acuerdo a los moldes tradicionales), los de abajo se reapropian de las tradiciones, el sentirse sólo eso: mexicanos, con los inconvenientes acumulados del término que, por lo mismo, se vuelven ventajas. No interesa la imagen distorsionada o lamentable del “ser nacional”; importa que a esa nación no ingresan los de arriba.

La pesadilla mayor de la clase gobernante es la existencia de cien millones de compatriotas a los que jamás se podría invitar a cenar; por eso, los globalizados de primera localizan el antídoto de la pesadilla en la gran hipnosis de los medios masivos, que convierte a la fiera en un solo, devoto espectador. Pero los hechos no sostienen la ensoñación clasista. Al término de su función de público absorto, la gleba recobra su poderío expresivo, y se torna violencia, rencor, abandono, codicia, solidaridad, egoísmo y formas individualizadas. Todo, menos la inmovilidad frente a la pantalla chica. La nación se fragmenta y su dispersión es el mayor signo de vitalidad.

No disminuyo la importancia de los mass-media en la conformación del nacionalismo existente. Su influencia le da forma verbal (y ordenamiento visual) a los estados de ánimo y las actitudes, pero no los crea ni los sostiene. No son las películas de encanallecimiento lumpenproletario las que determinan el hambre sexual de los espectadores que rugen masturbatoriamente en las butacas, ni son las telenovelas las proveedoras de rubores virginales en jovencitas que esperan al príncipe azul al cabo de su tercer aborto, ni el hechizo de las amas de casa se debe a las radionovelas, otra de las técnicas vicarias que reaniman el desgaste de sus vidas. En lo básico, el nuevo nacionalismo, más realista o más pesimista que su antecesor, y ya desprovisto de los augurios del patriotismo, recibe sus impulsos unitarios de otras instancias: la búsqueda y la obtención dificultosa de trabajo y habitación, los servicios asistenciales, la educación para los hijos, la rutina laboral, las inercias y las dudas en materia política. El “escapismo” de los medios masivos atenúa el estrépito del cambio, y es música de fondo del traslado del rancherío al tugurio, de la dictadura patriarcal a la “liberalización” de la familia. Los que escuchan radio el día entero, los que esperan de lo televisivo la amnesia instantánea de sus alrededores, no se sustentan en la fantasía sino en el convencimiento de su falta de derechos, de la violencia social y sexual que los rodea y los explica, de la indefensión esencial de sus vidas. Y tales sensaciones amargas construyen y administran el nacionalismo que perdura.

La televisión privada es el nuevo canon de la vida latinoamericana. La gran ciudad es la forma suprema y la manifestación degradada de la cultura popular. Y entre ambas instancias se sitúa lo que conforma la sensibilidad contemporánea: el culto a la tecnología, Cablevisión, la Internet, la realidad virtual, las películas de catástrofes y milagros a cargo de los nuevos santos que son los superhéroes, el DVD, el humor rápida y malamente traducido, la infinidad de productos que inventan, desvían y modifican necesidades, el imperio de la industria norteamericana del espectáculo, los libros donde se le enseña al lector a memorizar su alma para obtener el ascenso, la autoayuda que es el más moderno Catecismo del Padre Ripalda, el control de las telecomunicaciones por transnacionales, las estrategias de consumo que pulverizan la dimensión artesanal, las “filosofías” del vendedor más grande del mundo, la computadora como el recuerdo de lo que fue y lo que será la humanidad, el software audiovisual, las agencias internacionales de noticias, el desdén por la historia de cada nación, la imposición de un lenguaje mundial, la negación de las ideologías y los circuitos de transmisión ideológica que van de la publicidad a la pedagogía, la revolución informática, las revistas femeninas, del reordenamiento de hábitos de vida (a partir de las horas consumidas en el tráfico), al traslado del homecomputer a los nichos y de los diskettes a los retablos. Sobre todo, se instala la reverencia por el mercado que es la patria irrefutable de los consumidores.

En la recesión mundial y en el desperdicio de los recursos no renovables, las ofertas de la industria transnacional lo suministran a mayorías y minorías algunos estímulos y las sensaciones de “lo contemporáneo”, incorporación las más de las veces marginal o secundaria, pero efectiva. Y nada se ha ganado oponiéndole al avance mediático los mitos “nacionalistas” con sus prevenciones antitecnológicas, sus quejas por la disolución de tradiciones, su homenaje acrítico a las concepciones patriarcales, su miedo pueril al spanglish y las deformaciones de ese castellano que, con tal de preservarlo, sus protectores oficiales hablan con tan notoria escasez de recursos.

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