En noviembre de 2001, dos meses después de los ataques del 11 de septiembre, un avión de pasajeros se estrelló despegando del aeropuerto Kennedy de Nueva York y cayó en una zona poblada del barrio de Queens. 265 personas murieron.
Las sospechas pronto apuntaron en una dirección: es terrorismo otra vez. El incidente tenía varias cosas en común con los atentados de septiembre. Era en Nueva York, escenario de dos ataques. Era un avión de American Airlines, y dos de sus aviones habían sido usados por los terroristas meses antes. El Airbus-300 era muy similar en tamaño a los Boeing 757 y 767 que fueron usados contra las Torres Gemelas y el Pentágono.
En cuestión de horas, expertos en aeronáutica descartaron la hipótesis de un atentado y apuntaron a un accidente. Afirmaron que el avión cayó luego de encontrarse con turbulencia. Y aunque la memoria de neoyorquinos y norteamericanos aún estaba herida por los ataques de septiembre, los rumores del atentado se desvanecieron.
Había entonces algo que hace mucha falta ahora que el país se ha cimbrado con la tragedia aérea en que murió el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño y otras 13 personas. Había credibilidad.
Es un activo muy escaso en el Gobierno mexicano. Décadas de oscuridad y engaños han condicionado a la población a no creer nada que dice el Gobierno, sobre todo cuando se trata de hechos que conmocionan y que terminan envueltos en un halo de misterio.
Es una lección instalada genéticamente desde que Toral mató a Obregón y Calles se hizo el consternado. Pero ha sido ampliada desde que Mario Aburto fue señalado como “asesino solitario” de Luis Donaldo Colosio. Y fue reforzada cuando un fiscal (Pablo Chapa Bezanilla) usó a una bruja (La Paca) y un cadáver desenterrado (el suegro de La Paca) para demostrar el vínculo entre Raúl Salinas y los autores del asesinato de Ruiz Massieu.
De modo que no es sorpresa que todos dudaran de un accidente cuando se desplomó el jet que llevaba al Secretario de Gobernación y amigo más cercano del Presidente de la República, y al ex fiscal antidrogas que armó la detención y extradición de decenas de capos del narco y cuya cabeza era jugoso botín para cualquier cártel.
La Secretaría de Comunicaciones y Transportes ha sido sorpresivamente transparente en la revelación de datos del vuelo del Learjet y su aproximación al aeropuerto de la Ciudad de México. Nunca se había visto tanta disposición para informar sobre una tragedia como la ocurrida. Hay, pues, indicios para pensar en un accidente si se toman en cuenta los procedimientos del piloto y la presencia de un avión grande adelante del pequeño Learjet que hubiera dejado una estela de turbulencia imposible de remontar para el avión de Gobernación.
Pero la sospecha de atentado no se va. Se habla de una infiltración en el aparato de seguridad de Mouriño, de la posibilidad de que alguien subiera al avión antes de despegar y colocara un explosivo que podría ser activado por teléfono celular cuando el avión volara bajo sobre la Ciudad de México, provocando daño estructural a la nave. Esa hipótesis ya fue descartada, pero pocos le creen a la Secretaría de Comunicaciones o a la Procuraduría.
Se habla de sabotaje de un motor y hasta de un misil lanzado desde tierra, aún cuando el avión no explotó en el aire. Se dice ya que la verdad nunca se va a saber.
Las versiones del atentado no corren en los medios de comunicación, que se han visto mesurados al hablar de las causas de la tragedia. Pero este es uno de los primeros hechos traumáticos en la historia del país que ocurren en tiempos del Internet, donde el ciberespacio se vuelve campo fértil para cualquier tipo de rumores. Si hubiera existido el Internet cuando mataron a Colosio, el panorama de versiones y de confusión hubiera sido mucho mayor.
En un accidente de aviación siempre hay un intolerable compás de espera para saber las causas, pues el análisis de las evidencias y las “cajas negras” toma semanas. Si la grabación de las conversaciones entre los pilotos en la cabina sobrevivió intacta, lo que los tripulantes se dijeron durante la emergencia arrojará la luz más útil para entender el avionazo. Si la grabación quedó dañada y es inconclusa, las sospechas de atentado se harán más fuertes y comenzaremos a pensar que la verdad quedará guardada.
Admitir un atentado por parte del crimen organizado es admitir que las más altas esferas del Estado mexicano están penetradas y son vulnerables. Es un escenario que muchos se resisten a creer, no porque parezca imposible o inverosímil porque sí es posible y creíble, sino porque admitirlo abre la puerta a pensar que la situación de seguridad del país ya no tiene remedio y que el daño es mucho mayor al que pensamos. Es como negarse a creerle al doctor cuando dice que el paciente tiene cáncer cuando el paciente sólo fue a checarse un dolor en el estómago.
Vienen días de vacío informativo mientras las evidencias son analizadas. Esto quiere decir que vienen días de sospecha y teorías de conspiración que, probablemente, terminarán por imponerse en la historia oral. Ya nadie le cree al Gobierno, en gran medida porque el Gobierno se ha ganado esa falta de credibilidad.
El Gobierno Federal ha descartado, aunque no de manera tajante, la hipótesis del atentado y existe, obviamente, la sospecha de que la versión oficial no va a ser otra que el accidente. Felipe Calderón hizo la apuesta arriesgada, pero inevitable de involucrar a especialistas estadounidenses y británicos en la investigación. Esto debería dar algo de seguridad al pensar que expertos de gobiernos extranjeros que investigan catástrofes aéreas en todo el mundo, no arriesgarían su reputación para servir de tapadera a un Gobierno mexicano que busque insistir en la versión de un accidente.
Pero es de temer que esto tampoco disminuirá el tono o la intensidad de las teorías del atentado. No hay credibilidad.
Fue la credibilidad lo que logró que el avionazo de Nueva York en noviembre de 2001 fuera aceptado como accidente a pesar de estar frescos los ataques terroristas. La versión oficial fue que el avión de American Airlines entró en la turbulencia dejada por un avión más grande, un Jumbo 747. Es la misma hipótesis que se maneja con respecto a la tragedia del 4 de noviembre.
Uno de los funcionarios que murieron el martes pasado, Miguel Monterrubio, vivió de cerca los ataques del 11 de septiembre, cuando trabajaba en la Embajada de México en Washington.
Cuando recordaba esa experiencia, se burlaba de las teorías de conspiración que llegaron en avalancha después de la tragedia. Estoy seguro que si él estuviera hablando del avionazo, se ajustaría a la disciplina de su inteligencia, que a veces desesperaba en las conversaciones porque se negaba a entrar en el chisme y la especulación: “Espérate, vamos a ver qué pasa”, diría.