El conflicto que a su interior vive el Partido de la Revolución Democrática, a raíz de la elección celebrada el dieciséis de marzo pasado para renovar su dirigencia, dibuja de cuerpo entero la esencia de ese partido.
Como es sabido, el desencuentro ha impedido arribar a un resultado, porque el conteo fue suspendido después de una caída del sistema de resultados preliminares, similar a la que ocurrió en las elecciones federales de 1988 atribuida al entonces secretario de Gobernación, Manuel Bartelett Díaz.
Es cierto que ningún partido es perfecto y todos los que campean en la política de nuestro país, acusan serias debilidades cuya existencia nos lleva a reconocer que aún estamos lejos de la ansiada democracia plena.
Es frecuente que PAN, PRI y demás etcéteras muestren sus miserias, frente a una ciudadanía que es responsable de interpelar a sus políticos y de participar dentro de los partidos en orden a influir en su mejoramiento gradual para alcanzar cotas más altas de calidad, que incidan en el mejoramiento de nuestra vida pública.
Sin embargo, el PRD se cuece aparte, porque mientras en cualquier otro partido sus defectos son tales, en el PRD la intolerancia, la imposición autoritaria y la inclinación por la violencia, a fuerza de ser asumidas de manera generalizada, con vocación y convicción deliberadas, han llegado formar parte de su identidad, estilo y sistema y por tanto de su esencia.
En el conflicto interno que viven hoy las diversas facciones del PRD que se disputan el control del partido, los protagonistas no hacen sino repetir las actitudes antidemocráticas asumidas en los procesos constitucionales frente a sus adversarios políticos y en contra de las instituciones electorales, a cuyos beneficios los perredistas se acogen cuando los resultados les son favorables, mismos que invariablemente impugnan cuando les son adversos, según el viejo principio según el cual nunca pierden y si pierden arrebatan.
Es curioso que todas las facciones en pugna repitan el mismo discurso, en el que la descalificación recíproca coincide hasta en sus términos literales, suscitando el obligado recuerdo de la impugnación que el perredismo en pleno hizo y sigue haciendo de la elección federal de 2006.
En la ocasión actual no hay más a quién culpar. Ni el ex presidente Fox, ni José Luis Ugalde, ni el Instituto Federal Electoral, ni los empresarios, ni la Iglesia, ni el imperialismo yanqui, ni la derecha, ni Televisa, son parte del elenco en el sainete cuyo comentario nos ocupa.
Otra vertiente de esta misma naturaleza perredista, se advierte de la discusión en el Congreso de la Unión de la reforma energética. Desde hace dos meses y medio cuando dio comienzo el actual período de sesiones, las fracciones parlamentarias del PRD y de los demás partidos del llamado Frente Amplio Progresista, han insistido hasta la saciedad en que no debatirán sobre la referida reforma, llegando al extremo de amenazar con que ni siquiera permitirían su tratamiento en el Congreso, con lo cual aspiraban a generar un vacío al tema en cuestión.
Sin embargo, el tema de la reforma energética se ha venido tratando con la comparecencia de la secretaria de Energía y la participación de la mayoría de los diputados y senadores, por lo que ante la inminencia de un resultado sobre el particular, a última hora los perredistas y el Frente se dan por sorprendidos de lo que en su lenguaje extremo califican de “marrullería” o “albazo legislativo”, lo que revela que ningún aprecio tienen por la inteligencia y memoria de los mexicanos.
Ambos casos, el conflicto postelectoral interno del PRD y la postura negativa de ese partido ante la reforma energética, ofrecen botones de muestra de la esencia provocadora y chantajista, de una entidad política que como tal, actúa según su propia naturaleza.
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