Por qué el Niño Jesús siempre nace en Navidad, qué acaso nunca crece? Me pregunta el nueveañero Pablito. ¡Caray! los niños antiguos no hacíamos esas preguntas, es más, dudo siquiera que se nos ocurrieran. Pero ahora, debo responder al mocoso y tengo la tentación de hacerlo con la misma crudeza con que los postmodernos padres informan a sus chiquillos. No hay que mentirles -dicen- y desde temprana edad los ponen al corriente de la importancia de usar el condón y los previenen detalladamente sobre los retozos que anteceden a la concepción de un bebé. En aras de la “verdad”, toda magia y misterio han sido desvelados, y ahora en Navidad, sólo los niños pobres esperan con inútil ilusión que los Santos Reyes les traigan algún juguete. Los más afortunados saben que son sus padres quienes comprarán los artilugios electrónicos que ellos mismos han escogido por Internet y que recibirán de regalo.
Pues bien, si los niños postmodernos están vacunados contra la ilusión y la magia que debe aureolar a la Navidad, y todo se limita a adornar la casa con luces y pendejuelas, yo bien podría explicarle a Pablito que Jesús sí creció, y que después de permanecer muchos años preparándose para cumplir su misión, salió a cambiar el mundo, tanto que sus mismos hermanos judíos llegaron a considerarlo un ser exaltado y antisocial, enfermo mental incurable y malhechor. Es muy posible que hoy, el verbo iracundo y llameante de Jesús ya crecido, le volvería a acarrear la severa condena de los más piadosos monseñores, quienes difícilmente soportarían escuchar algo como: “Yo he venido a traer el fuego a la Tierra”, “¿Quién tiene una espada? Si tienen una, desenváinenla. Si no la tienen, vendan lo que posean y cómprense una” (Discursos a los celotes).
En honor a la verdad, tendría que explicarle a Pablito que Jesús fue el primer feminista, a pesar de haber crecido en una cultura profundamente machista en la que las mujeres no gozaban ni siquiera de los derechos más elementales ni podían poseer nada, en cuanto ellas mismas, de las propiedades de sus padres y esposos, y junto con los desheredados, sufrían una mortificante marginación. Que la plegaria matutina de los hombres judíos era (y sigue siendo) “Sí bendito Dios, que no me hiciste nacer gentil, villano, y sobre todo mujer, ya que ella ni siquiera es considerada para respetar los mandamientos”.
Tendría que explicarle al niño que en una cultura ancestral que privilegiaba a los machos y a los ricos (igual que ahora) las palabras y las actitudes desafiantes de Jesús provocaban irritación. Que escandalizó permitiendo que lo perfumara la bella y complaciente María Magdalena, y exhortando a los hombres que lapidaban a una mujer por adulterio: “Que arroje la primera piedra quien esté libre de culpa”. Siendo así los modos de Jesús, no es extraño que entre sus discípulos hubiera un extraordinario número de mujeres, cuya presencia junto al predicador era ya de por sí escandalosa en cuanto daba a entender que ellas podían razonar su mensaje.
Igualmente excepcional era la presencia de los niños en sus prédicas, ya que resultaba insoportable que un profeta se dirigiese a ellos y los mencionara como un ejemplo a seguir por los adultos: “Sólo aquél que sea como niño entrará al reino de los cielos”. Y a los pobres predijo: “comerán hasta saciarse, ustedes que ahora están en el fondo de la sala, subirán y se sentarán en la mesa conmigo”. Jesús no vino a ofrecer vida después de la vida, sino la justicia y la dignidad aquí y ahora; a todos los hombres de la Tierra. “Danos hoy, nuestro pan de cada día, venga a nosotros tu reino”. Aquí y ahora el pan, aquí y ahora el reino, no en el cielo donde nada necesitaremos. Todo eso tendría que haberle explicado a Pablito, pero preferí despejar sus dudas diciéndole con toda claridad: “Mira mi’jito, mejor pregúntale a tu mami”.
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