Los que en aquellos azarosos años ya caminaban por los senderos de la vida darán testimonio de las luces y sombras que rodearon a la familia Kennedy. John, un hombre que brillaba como una estrella, que gobernó los Estados Unidos de América con aciertos y equivocaciones, ocupando el sillón de mando de la sala oval de la Casa Blanca se vio envuelto en la vorágine de los años sesenta. La tragedia familiar había empezado con la muerte, en una acción de guerra, durante la Segunda Guerra Mundial, del mayor de los cuatro hermanos, Joseph. Luego le seguiría aquél, el segundo, John Fitzgerald, que fue asesinado a tiros cuando después de descender de la nave aérea era trasladado por una de las avenidas de la ciudad de Dallas en un carro descubierto, cuando hacía campaña para un segundo período presidencial. En la primera ocasión, había sido elegido en 1960, con la cábala de que varios presidentes –el más conocido, Abraham Lincoln- habían terminado trágicamente por haber resultado electos en años terminados en cero.
Después vendría la muerte del tercero, Robert Francis, cuya vida fue segada por un desquiciado cuando en 1968, terminando un mitin político abandonaba el salón de actos de un restaurante de Los Ángeles. En los años venideros el cuarto, Edgard, se vería envuelto en un escándalo al caer su automóvil en compañía de su secretaria que pereció ahogada, sin que pudiera explicar el porqué hasta dos días después dio aviso a las autoridades. Años más tarde vendría la acusación de que en su residencia un pariente había abusado de una muchacha. Más adelante el hijo de JFK, al que le decían John-John, sufrió un accidente al desaparecer en su avión privado que pilotaba, en 1999. -Lo recordamos al lado de su madre y su tío Robert, cuando era un niño, de escasos cuatro años, haciendo el saludo militar en el funeral de su padre John Fitzgerald el que era conducido en un furgón de artillería tirado por caballos. Un golpe más del destino en que parecía que los Kennedy nunca podrían quitarse la aureola del infortunio-.
Los perseguía un mal farío. Al patriarca de la familia, Joseph se le atribuyen negocios aparentemente turbios con los que se hizo millonario. Puede ser en una especulación que se haya encontrado personas a las que arruinó que le lanzaron una maldición que pagó con su familia. Desde luego, es un decir, sin posibilidad real de comprobación. De ser cierto, los conjuros estarían flotando en el ambiente. En estos días, hay muchos a los que la diosa fortuna los ha protegido, no siempre con buenas artes. La verdad es que la codicia es aprobada por los dioses demostrando su efectividad en el transcurso de los siglos, siendo falso o cuando menos incierto aquello de que es más fácil que un camello –en estos tiempos un cádillac- pase por el ojo de una aguja, a que un rico entre en el reino de los cielos. Lo que sucede es que los hechos se fueron encadenando de manera fortuita en que la casualidad tuvo mucho que ver. No hay posibilidad de creer que alguien les hizo mal de ojo. Tan es así que la hospitalización ahora de Edward, dicen, aquejado de un tumor maligno, a sus 76 años, expirará su último aliento, recibiendo los Santos Óleos, como todo buen cristiano, en la cama donde duerme todas las noches.
Bien, atrás quedaron los tiempos de gloria, cuando la vida les sonreía a los cuatro hermanos. Como cualquier ser humano liaron sus ropas para acudir a la única cita que no pudieron eludir o ni tan siquiera diferir. Cuando muere un personaje de tan distinguido linaje, lo primero que nos preguntamos: ¿habrá vida después de la vida? El mundo del más allá, el mundo sobrenatural, se muestra difuso, oculto tras un sinfín de sombras. ¿Será verdad que los justos irán a un cielo que está contenido en las siete esferas del firmamento? ¿Será cierto que existe la resurrección, entendida como el renacer del cuerpo después de la muerte? Los que en este mundo han sufrido la pobreza, ¿serán recompensados en el cielo?, o ¿será una añagaza para que, agachando la cerviz, acepten en vida sus penurias? ¿Tendrán una reservación en la morada celestial? Quiere decir que los dueños del dinero que no comparten con sus semejantes ¿irán a parar al Tártaro, según las creencias de los antiguos griegos? En fin, quizá son simples mitos, generados por el miedo, al saber que, tarde o temprano, todos nos convertiremos en polvo que el viento cósmico dispersará.