Esta época suele crear sentimientos contradictorios. Por un lado, a mucha gente le brota el lado amable (así sea de manera temporal), se desvive por sonreírle al prójimo y hasta da las gracias. Ello tiene que ver con varios factores: la cercanía con los seres queridos que viven fuera o de esporádica presencia; el ambiente festivo con lucecitas y villancicos saliendo hasta del drenaje; los días libres de una buena parte de la población; las pirámides de Egipto (o de Teotihuacan, total) de galletas caseras regaladas (aunque medio quemadas); el levantamiento decembrino de la ridícula ley seca dominical; el aguinaldo… sí, hay muchas cosas por las que la gente se muestra más contenta, más humana por estos días.
Pero al mismo tiempo, son los momentos en que recordamos a quienes ya no están con nosotros y nos pega en el hígado el hecho de que ya no estarán más. Al menos no en este mundo, dimensión o región de DVD kármico.
No es necesario que hayan convivido con nosotros en múltiples navidades ni pachangas de Año Nuevo. Tampoco que hayan sido pródigos en regalos o fruitcakes. Simplemente es la época de pasar revista de tantas y tantas cosas, y las ausencias no pueden sino saltarnos a la cara.
La muerte es un fenómeno extraño para nosotros los occidentales (se supone que los orientales tienen un trato distinto con La Huesuda). Aunque sabemos que puede llegar en cualquier momento (especialmente en el México que vivimos hoy en día), con frecuencia nos sorprende: no estamos preparados, se nos presenta como un invitado indeseable que de pronto se apoltrona en la casa sin que haya tocado ni mucho menos le hayamos abierto la puerta. No deberíamos reaccionar así, lo sabemos. Pero digamos que la educación que hemos recibido no compagina con el reconocimiento de que es inevitable y siempre esperable. Y aquí ni siquiera podemos echarle la culpa a las huestes de Elba Esther. Sencillamente nuestra cultura hedonista, con su obsesión por lo material, su fijación con la juventud y la belleza, sus afanes de no dar nada por terminado como si el mundo no siguiera girando sin importar qué, nos prepara muy mal a aceptar una norma de la existencia, tan natural como lo puede ser cualquier proceso de la vida. De cualquier forma de vida.
Al contrario: se nos ha acostumbrado a considerar a la muerte como algo repulsivo, ajeno a nosotros, una especie de acto de injusticia. A veces se siente así, es cierto. Pero también hay que hacernos a la idea de que es parte de la fenomenología de la existencia, y deberíamos de verla de esa forma. Y no cuestionarnos ni maldecir, porque estaríamos siendo falsos, afrentando al misterio último: el que nos espera ahora- sí-que más allá.
Por las carencias antes señaladas, cada quién tiene sus formas de procesar esos inevitables desencuentros. Algunos con lágrimas, otros con monumentos; otros, con el simple recuerdo.
Este año un servidor perdió algunos buenos amigos. Quisiera recordarlos junto a ustedes, como homenaje a su memoria y para sentirlos cerca. Y quizá para darle vuelo al adagio de que uno no muere realmente mientras haya quien lo recuerde.
Carlos Canales era un hombre extraordinario por su sencillez y trato. Excelente amigo, aprovechábamos que tenía un sentido del humor de finura británica. Contaba anécdotas de todo tipo y para toda ocasión, y de repente le daba por recitar poemas. También le hizo a las tablas y candilejas, acompañando a Federico Sáenz en algunas alocadas aventuras teatrales. Magnífico padre y esposo, supo crear una familia armónica y en donde resumaba el amor. Quienes lo conocieron no pueden describirlo sino como un buen ser humano; por eso duele tanto su temprana partida. Digo, estarán de acuerdo conmigo en que de ésos no abundan por estos lares. Y en cambio pululan los malos seres humanos; y otros que ni ese apelativo merecen. Que además fuera de menor edad que yo, y con una vida más sana, hizo que nos cuestionáramos, como suele ocurrir, los caminos y los sentidos que recorre la justicia en este mundo. Pero ya hablé de eso más arriba, y no quiero aburrirlos.
Antonio Jáquez había sido amigo de la familia durante treinta años, desde que fue compañero de clases de mi hermana en la gloriosa (para ellos) ECA. También fue compinche de la pandilla del Taller Literario, en donde nos acostumbró a su humor corrosivo, incomparable sentido de la ironía e ínclitos conocimientos musicales. Eso sí: como compañero de viaje era pésimo, por sus caprichos. Era implacable con los hipócritas y enemigo jurado de lo políticamente correcto. Nada lo tomaba en serio, excepto su trabajo periodístico. Ahí sí era la sobriedad absoluta: cuidaba cada paso del proceso con precisión maniaca y no permitía que nada (ni la amistad, ni las tentaciones del poder, ni el halago) atentaran contra su integridad. Era un espécimen raro en un campo donde la venalidad, la vanidad y la oquedad suelen campear por sus fueros. No sólo sus amigos, también el periodismo de este país, lo estamos extrañando.
Enriqueta Ochoa ha sido una de las almas más nobles y generosas que he tenido el privilegio de tratar: en un cuarto de siglo que la conocí, jamás la oí hablar mal de nadie… y vaya que muchas de sus conocencias se lo merecían. Prodigaba cariño y buena vibra como si su vida nómada hubiera sido miel sobre hojuelas. No dejaba de darles aliento a los jóvenes poetas que parecían caerle del cielo buscando su sabiduría y sus consejos. Los apremiaba, los estimulaba y les hallaba talentos que sólo ella sabía discernir. A veces le atinó, y sobran escritores que le deben mucho más de lo que algunos de ellos reconocen. Era una mujer con un optimismo desconcertante, que no se guardaba nada, y cuya poesía, magnífica como es, no representa sino una pequeña parte de las bondades que derramó entre quienes la conocieron.
Ésos fueron algunos de los amigos que ya no están con nosotros al cerrar este 2008. Quise compartir con ustedes una breve visión de lo que fueron para mí y para otros. Una manera, quizá egoísta, de seguirlos extrañando. Y de que me caiga el veinte de que estarán ausentes de aquí en delante.
Y que el 2009 le sea provechoso, amigo lector.
Consejo no pedido para que se lo cafeteen a gusto: Vea “All that jazz”, de Bob Fosse, con la secuencia (musical) de muerte más animada de la historia del cine. Provecho.
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