Tabasco sufrió la peor catástrofe de su historia. La capital del estado sumergida súbitamente bajo el agua. Con la desgracia llegó la batalla de las culpabilizaciones, los dictámenes sumarios, los juicios fulminantes sobre el origen de la desgracia y la carga de las responsabilidades públicas. Se acusó al Gobierno Local y al Gobierno Federal de haber desatendido las llamadas de alerta, de no hacer las obras indispensables para evitar la devastadora inundación. Se habló también del cambio en los patrones del clima como explicación del fenómeno, más allá de la acción política, estaba una transformación climática que rebasaba cualquier poder humano. A varios meses del desastre no existe ningún veredicto oficial, ningún dictamen técnico que despeje la maraña de especulaciones e inculpaciones. No existe tampoco una comisión encargada de presentar un informe objetivo. Todo lo que se dijo ha quedado sin respuesta convincente, las palabras no han encontrado el asidero de la neutralidad. Así, Tabasco también ilustra la tormenta de ligerezas que inunda el discurso público mexicano. Se lanzan las peores acusaciones con el mero respaldo de la animosidad, se contesta con una diatriba equivalente… y todo sigue igual. Nos ahoga la saliva de la ocurrencia pendenciera. Y no hay, por ningún lado, balsas que nos conduzcan a una mínima plataforma de objetividad. El imperio de la política mexicana no es la mentira, sino la ligereza, el desapego a cualquier compromiso de verdad.
El Senado de la República entregó este año la medalla Belisario Domínguez a Carlos Castillo Peraza. La ceremonia fue empañada por la pequeña política que embadurna todo de mezquindad. Debió de ser motivo para honrar a un hombre que pensó el cambio democrático y contribuyó a él. Unos meses antes de que se anunciara el galardón, había salido a la luz una voluminosa compilación de ensayos, notas breves y perfiles preparada por Alonso Lujambio y Germán Martínez Cázares. El título, El porvenir posible, no fue muy afortunado, pero la selección es muy meritoria. Presenta el panorámica de una reflexión que no solamente fue jalonada las urgencias del periodismo y el compromiso de la acción, sino también estuvo animada por un valioso aliento filosófico. Una de las piezas más penetrantes de la compilación resulta también la más pertinente para hoy. La más elevada de sus meditaciones resulta, tal vez, la más urgente. Se trata de una meditación sobre el tiempo, el ciudadano, la política. Se titula “el patriotismo del tiempo”, una reflexión agustiniana sobre el derecho a disfrutar nuestro tiempo, el derecho a que los poderes no nos arrebaten eso que no podríamos nunca recuperar. Lo cito: “¿Cuál sería, desde la consideración del tiempo en tanto que único bien absolutamente no renovable, el mejor Gobierno, el Gobierno que los mexicanos, electores o no electores, deseamos para el siglo XXI? Sin duda aquel que fuese capaz de organizar y ordenar la vida en común de manera que cada uno de nosotros pierda el menor tiempo posible o, puesto en positivo, de modo que cada uno de nosotros pueda disponer de más tiempo para sí, para sus actividades productivas, educativas, familiares, culturales, de esparcimiento, descanso y espirituales. Y, ¿cuál sería el peor Gobierno y, desde el mismo punto de vista, el más ladrón? Aquél cuya estupidez y cuya maldad constriñera a sus gobernados a desperdiciar o a perder más tiempo. Dime cuánto tiempo me obligas a perder para siempre y te diré cuán mal Gobierno eres; dime cuánto tiempo me ayudas a tener para mí, para mis gentes para mis asuntos personales o sociales y te diré qué tan buen gobernante eres”. Terrible crítica al nuevo régimen que se ha mostrado crono-cleptómano.
La Suprema Corte de Justicia protagonizó este año dos batallas centrales de la vida pública mexicana. En una recibió aplausos, en la otra, abucheos. Echó abajo un obsequio legislativo a los poderes mediáticos; negó protección a quien había sido víctima de un contubernio de poderes. El contraste no se debe simplemente al contenido de sus sentencias sino, en buena medida, a la dispar calidad de sus razonamientos. Por un lado, ofreció argumentos propios de un Tribunal constitucional. Por el otro, se sumergió en triviales justificaciones secundarias. Un Tribunal dejará siempre insatisfechos a unos pero, en todo caso, debe construir su aplomada imagen de autoridad constitucional con argumentos claros y con la convicción de representar la última instancia de la democracia liberal. La Corte que necesitamos requiere argumentos de altura —y críticas del mismo nivel.
2007 fue el año del embate contra los partidos. No se atacó en los medios a tal o cual formación política sino a los partidos en general. Importamos velozmente el término partidocracia para denostar la actuación de esos órganos de la diversidad y la competencia. Se llegó a sugerir que hemos caminado para atrás: de la autocracia presidencial a la autocracia partidista. Frente a la embestida, valdría la pena recordar la clásica defensa de Hans Kelsen: sólo desde la ignorancia o el fingimiento se puede creer que la democracia es posible sin partidos políticos. Naturalmente, habrá que examinar atentamente sus decisiones, criticar con toda severidad su actuación pública. Pero valdría la pena echar un vistazo a los lugares en donde la fobia antipartidista se ha impuesto y ha podido presumir su victoria frente a tan impopulares intereses. Lejos de ser los paraísos democráticos, son los viveros de las autocracias populistas.
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