Hay nuevas reglas electorales, hay nuevos consejeros... falta saber si hay nuevos políticos.
Aun cuando falta reformar algunas leyes relacionadas directa o indirectamente con la cuestión electoral, el jueves –con la renovación de la presidencia del Instituto Federal Electoral y de dos integrantes del consejo– se cubrió uno de los tramos más difíciles del replanteamiento del régimen electoral. Como muchas otras veces hubo que afinar las reglas para reconstituir el sistema de partidos, para acotar la intervención de factores y actores políticos en las campañas, para moderar el gasto y la duración de aquéllas, para equilibrar la competencia electoral entre los partidos y hubo, por primera vez, que prescindir de funcionarios electorales que no supieron constituirse en autoridad.
Casi un año se llevó el restablecimiento de las reglas del reparto del poder, postergando una vez más el debate sobre qué hacer con el poder. En otras palabras, el debate fue de los partidos, sobre los partidos y para los partidos, desatendiendo la cuestión del sentido del poder. Un tema, este último, que en buena medida ha complicado las posibilidades del país porque, a fin de cuentas, los partidos dan muestra de una enorme vocación por el poder pero no de lo que piensan hacer con él.
Como quiera, múltiples hechos y razones obligaban a revisar esas reglas. Hecho ese trabajo, prevalece una duda: ¿hay sintonía entre el nuevo marco legal y la actitud de los políticos? ¿Hay manifiesta disposición de los políticos para respetar las reglas que ellos mismos se han dado? Dicho en breve: ¿hay nuevos políticos?
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Esa duda cobra valor tanto por lo que ya desde ahora se está dejando ver, como porque, si no hay un cambio en la actitud de los políticos, poco importará qué tan buena o mala sea la ley. Si, a fin de cuentas, no hay la decisión de respetarla y comprometerse con ella, sobra la calidad de la ley.
No cobra aún plena vigencia el nuevo ordenamiento electoral cuando grandes y pequeños políticos, con ambición, exploran cómo transgredirla sin sufrir sanción. Cómo logran beneficiarse de la cultura de la videopolítica, el rating y la popularidad haciendo malabarismo entre la letra y el espíritu de la ley.
Ningún espejo le resulta suficiente al gobernador Enrique Peña para verse y dejarse ver. En un acto de prestidigitación no muy bien realizado, Marcelo Ebrard transforma el hielo en un megaspot. Y ambos políticos proponen dar un paso atrás en la relación prensa-Gobierno, impulsando las gacetillas electrónicas a través de “reportajes” o “entrevistas”, donde se autopromueven como los estadistas que no son. Y algunos otros, como el gobernador de Jalisco, Emilio González Márquez, ensayan la posibilidad de apoyar telenovelas para ver si, de pilón, consiguen lugar en el elenco. Todo sin mencionar al munícipe José Luis Durán, que encuentra en su apellido la idea motor de su espectacular autoelogio con las obras que “per-Duran”.
Pueden parecer nimiedades pero, en el fondo, el mensaje de esos políticos es muy sencillo: “háganle como quieran con la ley, le voy a encontrar el modito”. Lo grave del asunto no estriba sólo en la actitud frente a la ley elaborada por sus propios partidos, sino sobre todo en el impulso a la subcultura de la ilegalidad y, en cierto modo, de la corrupción en los medios de comunicación y de la connivencia con los concesionarios.
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Esa vieja actitud política frente a la nueva ley electoral deja asomar otro problema: la desarticulación de los partidos con sus “militantes distinguidos” y, por ende, el profundo desacuerdo que hay, ya no entre los partidos, sino dentro de ellos mismos.
El nombre de ese problema es el de la desinstitucionalización de la política... pero provocada, curiosamente, por los “profesionales de la política”. Si a fin de cuentas los políticos que ya desde ahora se presentan como precandidatos presidenciales no están dispuestos a respetar la ley, elaborada por sus propias fracciones parlamentarias, ¿qué valor tienen los partidos, los dirigentes partidistas, los coordinadores y las fracciones parlamentarias y, desde luego, el Estado de derecho?
Tal es la falta de institucionalidad de los políticos que, en el colmo del absurdo, el ex candidato presidencial perredista, Andrés Manuel López Obrador, que podría reivindicar como suyas la nueva reforma electoral y la renovación del consejo del IFE, las vitupera. A menos de que con ese pronunciamiento López Obrador esté anunciando sin decirlo la cancelación de su candidatura presidencial para 2012, la descalificación de la reforma electoral donde participó activamente su partido es un monumento a la contradicción, al despilfarro de su capital político y, desde luego, al despropósito de invalidar la participación política institucional.
El problema, como dicho, no se reduce sólo a López Obrador, es mucho mayor. Son varios los políticos que están manifestando que si bien cambió la ley, su actitud es la de siempre. No respetan los acuerdos y las directrices de sus partidos y menos aún respetan el nuevo marco legal.
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El derrame de esas actitudes plantea un escenario terrible: en tanto que la nueva ley no servirá para normar y regular la lucha por el poder, difícilmente se podrá pasar a debatir y normar el sentido del poder.
Esto es, los grandes problemas nacionales que exigen reformar distintas leyes seguirán siendo el plato de frijoles de ésta y la siguiente y la próxima legislatura porque, a fin de cuentas, no hay respeto por el punto de partida: las reglas del reparto del poder. Esa vieja actitud propone, en el fondo, seguir atascados en el problema que, por décadas, ha impedido culminar la transición, consolidar la democracia y replantear el desarrollo económico del país.
No deja de ser curioso que, de la gama de ajustes que exige la traída y llevada reforma del Estado, las fracciones parlamentarias hayan optado por empezar con el asunto electoral dejando en segundo o tercer lugar el problema que flagela y amenaza al propio Estado, como lo es el crimen organizado. Podrá el crimen estar disputándole territorio al Estado y filtrándose crecientemente en la política, pero los partidos consideran que, antes de eso, deben asegurar y acrecentar su parcela de poder.
De ese modo mandan atrás del cabús del tren el debate del sentido del poder y, aun cuando los partidos no lo crean, se pierde tiempo mientras la manecillas del reloj de la desesperación social marca una hora crucial: la del desbordamiento, porque, a fin de cuentas, ni los partidos creen en la institucionalización de la política.
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Si la nueva ley electoral no se acompaña de un cambio en la actitud de los políticos, el tiempo empleado en su elaboración podrá ser tiempo perdido.
Los partidos están obligados, primero, a legitimar a sus dirigencias y, segundo, a articular los distintos polos de poder que hoy congregan y, tercero, a hacer valer la autoridad del partido sobre sus “militantes distinguidos” que –sean del color que sean– insisten en colocarse no sólo por encima de la ley, sino también por encima de su propio partido.
Nueva ley, nuevos consejeros sobrarán, si no hay nuevos políticos.
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