La sorpresa de Barack Obama es realmente extraordinariamente. Lo digo no solamente por su piel sino, sobre todo, por su inexperiencia. Un régimen político tan complejo como el norteamericano difícilmente presencia asombros de este tipo. Un mulato con mayor experiencia en las barriadas que en las comités y los palacios de Gobierno logró la hazaña de derrotar a la maquinaria más poderosa y experimentada de su partido. Tiene un nombre sospechoso, casi no conoció a su padre keniano, se educó fuera de su país. Su candidatura es una verdadera proeza: un legislador local que hace pocos años brincó al Senado norteamericano sin haber cosechado ninguna medalla legislativa trascendente puede ser el sucesor de George W. Bush.
Muchos análisis se han concentrado en los errores de su contrincante. Hillary Clinton, sin duda, cometió muchos errores. Al principio de la contienda demócrata llevaba una enorme delantera sobre todos sus candidatos. El primero y más grave de sus errores fue creerse ganadora antes de que la contienda empezara. Confió demasiado en la estructura de su partido; proyectó un mensaje confuso, se promovió como una experta competente, pero antipática; eficiente, pero distante. Se sentó a presumir su experiencia cuando cundía un apetito por el cambio. El tema del marido resultó también una carga. Se asomaba la fastidiosa sombra de una pareja presidencial que ejercía familiarmente el poder.
Claro que cometió errores Clinton, pero si echamos un vistazo a las encuestas, su respaldo electoral fue básicamente estable a lo largo de los últimos meses. Según el registro del Wall Street Journal, empezó por arriba del 40% de las preferencias y terminó en el mismo sitio. Subió y bajó, pero siempre se mantuvo entre el 40 y el 50% de las simpatías electorales. Hillary no expandió su base de apoyo, pero tampoco perdió respaldos. Lo notable es el ascenso de su adversario. En octubre de 2007, mientras Hillary Clinton reinaba las esperanzas demócratas, Barack Obama era un senador desconocido que apenas despuntaba del 20% de las preferencias. En enero había subido 15 puntos y terminó el mes de mayo por arriba del 50%. Esa es la historia extraordinaria. Más que una campaña que acumuló errores, una campaña extraordinaria.
Algunos han resaltado las novedades de la campaña de Barack Obama. Obama ha utilizado políticamente la Internet como nadie lo ha hecho hasta ahora. Mientras Hillary Clinton quedó atrapada en los circuitos tradicionales del partido, Obama se alió con los activistas de la tecnología. Obama barrió financieramente a su contrincante porque entendió las oportunidades del presente. El éxito financiero de Obama ha dependido de la dispersión de sus donantes. Su campaña no se alimentó de donativos multimillonarios sino de millones de pequeñas contribuciones. Para Hillary Clinton, la Internet era todavía el buzón del correo electrónico; para Obama es la retícula de facebook. No es una pirámide gerencial disciplinada, sino una comunidad espontánea y vital que se mueve con impulso propio. Es notable que su video más famoso, aquél donde el solista de los Black Eyed Peas rapea un discurso de Obama, donde desfilan actores y músicos coreando el mantra de su optimismo nació sin una comisión de la campaña de Obama. Simpatizantes movilizándose espontáneamente a favor de su candidato.
Pero, con lo fascinante que es este fenómeno de modernidad, me resulta aún más atractiva otra vertiente de su política. No es lo que anticipa de la política futura, sino lo que recupera de la (buena) política de antes. Barack Obama ha reinsertado el argumento en el centro de la política norteamericana. Su campaña no es emisión de frases vacías, tonadas pegajosas e imágenes trilladas. Por supuesto, concreta su discurso en lemas, melodías y estampitas. Un candidato no podría desatender el imperativo sintético de la comunicación electoral. Lo notable es que, más allá de esas mercancías, reivindica la política argumentativa en un tiempo que ha decretado la muerte de la deliberación racional y que se entrega al tráfico mediático de las emociones. Barack Obama ha revivido la figura del hombre que razona en público en busca de la persuasión. Algunos resaltarán su uso de la tecnología, yo aprecio su recuperación del arte de la retórica.
Las campañas, como las guerras, tienen momentos definitorios. Circunstancias que pueden hacer encallar un proyecto o que lo vigorizan. Creo que el momento crucial de la campaña demócrata fue la revelación del radicalismo del “guía espiritual” de Obama. El escándalo asociaba al senador con posturas inadmisibles para la política centrista que ha buscado representar. El discurso de Barack Obama para hacer frente a esas acusaciones es una pieza retórica extraordinaria. No es un boletín de prensa, ni una declaración oportunista donde el político se desentiende de una relación incómoda. Es una meditación sobre el racismo y la nación norteamericana que trasciende el apremio de la circunstancia. Oponiéndose a la política del odio, escudriña la historia para entender las raíces de la rabia. Pero no se entrega a esa furia: en la médula de la Constitución encuentra el motor: promover una unión que cada generación sea un poco más justa. Frente a los odios congelantes, levanta la esperanza transformadora. La pieza es admirable precisamente porque no es actual. No parece del siglo XXI, sino de mucho antes. Un documento con aire de clásico. Lejos de ser una presentación maquilada por asesores de imagen, es un alegato personalísimo, brillante, profundo sobre la cohesión y las huellas del resentimiento.
Sólo la política del argumento entiende la diferencia entre las frases y las ideas.
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