Los franceses tienen fama de ser muy duchos en asuntos del amor. De hecho, se suelen cotorrear de los norteamericanos, a quienes acusan de pacatos e hipócritas, a pesar de la sociedad libertina que han construido en las últimas dos generaciones. La actitud gala hacia lo erótico, además, es muy campechana: cada quién su vida y no hagamos mucho boato por lo que dicten las hormonas.
Tanto así que, cuando el presidente Valery Giscard D’Estaing fue sorprendido en una movidilla con una dama que no era su esposa, el grueso de la opinión pública francesa se encogió de hombros y no le dio importancia al asunto. Lo mismo ocurrió cuando en el funeral de François Mitterrand se aparecieron la amante del ex presidente y la hija que habían tenido fuera del matrimonio. En ese caso, además, la esposa legítima apechugó la presencia de “la otra”, y armó menos escándalo que Miguel Herrera y el Tolo Gallego.
Eso sí: la discreción es una regla de oro cuando se trata de asuntos amorosos franceses. Y ésa es la regla que, al parecer, muchos de sus compatriotas suponen que ha violado el actual presidente Nicolás Sarkozy. Desde el punto de vista de una buena parte de la ciudadanía, el descendiente de emigrados húngaros ha hecho demasiado pública su vida privada. Y como que ya están hasta el copete de oír y ver chismes relacionados con los líos de alcoba de quien escogieron para que sacara a la hermosa Lutecia de su marasmo.
Para colmo, Monsieur Sarkozy no ha calibrado cuánto lo daña el andar ventaneando sus tingo-lilingos. De hecho, cometió el despropósito de levantar una demanda judicial contra una publicación que chismeó que, unos días antes de casarse con la cantante y ex modelo Carla Bruni, todavía anduvo rogándole a su ex que volviera con él. Que el presidente de la V República Francesa se ande ocupando de esos menesteres, peleándose con revistas del corazón, ya es suficientemente indignante. Pero que además ande de aprontón, no le cae nada bien a sus orgullosos connacionales. Y como dice el corrido: “Por una vez que rogué/ ya me decían el rogón”.
Para colmo, también se le acusa de nepotismo: que anda colando a sus hijos en altos lugares en las listas electorales para los próximos comicios locales, por encima de gente más experimentada y fogueada. Por todo ello, no es de extrañar que su popularidad se haya desplomado como piano desde un rascacielos.
Las últimas encuestas insinúan que ni cuatro de cada diez franceses aprueban su Administración. Y todo apunta a que la razón es que lo ven demasiado ocupado en l’amour, y poco dedicado a promover las reformas que le urgen a Francia. Eso pasa cuando un político pone por delante el corazón en vez del cerebro. Quizá por eso acá no tenemos esas broncas: nuestros políticos no tienen corazón… ni cerebro.