El 9 de noviembre de 2003, hace casi cinco años, se publicó en estas páginas y en esta misma columna (en el mismo lugar/ y con la misma gente, diría el Divo de Juárez) un texto titulado “El país que siempre guarda las (re)formas... por décadas”. En vista de lo mínima, estéril, ridícula e inútil que resultó la reforma petrolera; y sobre todo, dado el estúpido triunfalismo pueril de nuestra inepta clase política, no resisto la tentación de reproducir algunos de sus puntos principales. Ojo, hace un lustro de esto… y seguimos en las mismas. Va:
Echándole un vistazo a nuestra historia, resulta notorio el poco afán que le ponen líderes y pueblo a cambiar las cosas. De hecho, hay lastres que seguimos arrastrando desde el nacimiento de México como país independiente. Esta resistencia a emprender las transformaciones necesarias para el progreso y la prosperidad de la nación, resulta aún más extraña si tomamos en cuenta que ahora es posible constatar lo que ha costado no adaptarnos a los tiempos, comparándonos con lo mucho que otros países han avanzado precisamente por hacer lo que nosotros no hacemos. (…)
Situémonos (…) a fines de 1833. En esos entonces la Presidencia de la República recaía en Antonio López de Santa Anna Y en Valentín Gómez Farías. (…). Entre abril de 1833 y enero de 1835 (menos de dos años) Santa Anna va a ser presidente cuatro veces, y Gómez Farías otras tantas, en algunas ocasiones durante quince días. Lo bueno es que ya tenía impresas las tarjetas de presentación. Ustedes dirán si se puede gobernar un país de esa forma.
La cuestión es que a fines de 1833 don Valentín decidió aprovechar su estancia en la Silla del Águila, y romper con muchas de las ataduras que, según él y los liberales como él, mantenían a México atrasado e inerte, pese a las grandes esperanzas suscitadas por la independencia lograda más de una década atrás. Gómez Farías, como buen liberal latinoamericano, tenía muy claro qué era lo que había que reformar (esto es, volver a formar): primero que nada, disminuir la influencia de la Iglesia sobre todos los ámbitos de la vida nacional; quitarle el dominio que tenía en lo educativo, creando una Dirección General de Instrucción Pública y cerrando la Real (¿?) y (ojo) Pontificia Universidad de México (cuya porra aún no era el Goya); suprimir la obligatoriedad del diezmo; y abolir la coerción civil sobre votos eclesiásticos (esto es, que la Policía anduviera haciéndole el trabajo sucio a Sus Ilustrísimas, persiguiendo curas renegados y monjas fugadas). A estas reformas se añadían otras, que trataban de forzar a la Iglesia a vender aquellas tierras que tenía ociosas, sin producir riqueza... que eran algo así como 1.3 millones de kilómetros cuadrados. Los clérigos retenían un territorio del tamaño de Portugal, España y Francia sin generar un cinco.
Otro blanco de las reformas de Gómez Farías fue el Ejército, un conjunto de militarotes golpistas, incapaces de defender el país, pero excelentes para derrocar gobiernos, saquear lo que se pudiera y sembrar el caos. De hecho Gómez Farías pretendía prácticamente desbandar al Ejército que entonces existía para luego crear un cuerpo más profesional y decente... uno que, dos años después, quizá hubiera derrotado a una chusma de zarrapastrosos texanos, a los que triplicaba en número, a orillas del Río San Jacinto.
La necesidad de estas reformas era evidente: sin ellas, México estaba condenado: a seguir bajo un régimen feudal en el que medraba la Iglesia; y a la inestabilidad de las continuas asonadas y motines militares. Cualquiera con un mínimo de inteligencia podía percibir que se requerían cambios urgentes y de enorme pertinencia.
Por supuesto, apenas anunció Gómez Farías estas reformas, la Santa Madre Iglesia y el Ejército pretoriano se pararon de pestañas. Y se movilizaron para abortarlas de inmediato (…) Obviamente, las reformas fueron a dar al cesto de la basura.
Veinticinco años después y con medio país menos, los liberales de la siguiente generación (los de Lerdo, Ocampo, Juárez) volvieron a las andadas. (…) ¿Y qué pasó? Que una vez más vino la oposición no sólo de la Iglesia y del Ejército, sino de una buena parte del pueblo devoto y católico. Lo que siguió fue una larga guerra (llamada de Reforma o de Tres Años), que nos costó unos cincuenta mil muertos, y que culminó con el triunfo liberal... aunque éstos asumieron el mando de un país tan debilitado, que al poco tiempo tenía que soportar una invasión extranjera y una nueva guerra, ésta de liberación (la de Intervención Francesa, 1862-67). Hay varias cosas que llaman la atención en todo esto:
Primero, que por no realizar las reformas a tiempo, luego tenemos que hacerlas de rodillas, con un costo mucho mayor, y sin que produzcan los beneficios que podían haber generado en un principio: los destrozos y muertos de la Guerra de Reforma no tenían por qué haber ocurrido si las reformas de 1833-34 se hubieran puesto en práctica. Y cabe cuestionarnos si un México fuerte, ordenado y moderno hubiera perdido Texas; o si hubiera sido atacado por los Estados Unidos. (…).
Lo segundo que llama la atención es cómo la gente se dejaba azuzar y conducir cual borregos por unos líderes que, la verdad, no tenían por qué detentar semejante autoridad moral. Claro, los curas poseían una gran influencia, y los generales las bayonetas. Pero lo que salta a la vista es que la mayoría del pueblo estaba ciego y sordo a los razonamientos más sensatos, y se dejaba conducir cual manada de ovinos (o bovinos, para el caso).
Y una tercera cosa que resulta sorprendente es la nula capacidad de negociación y ausencia total de generosidad de las fuerzas políticas. La Iglesia no quiso ni oír hablar de perder uno solo de sus privilegios; no quiso transigir en nada: por eso le quitaron todo, y se lo merecía. Si hubiera habido un poco de ánimo conciliador en 1834, pero sobre todo en 1857, la Iglesia podía haber conservado buena parte de sus ámbitos de poder. Pero no: llegó a la desmesura de excomulgar a quienes juraran la “Constitución roja y atea”; así que, acorralados, a los liberales no les quedó más que pelear la guerra, emitir las Leyes de Reforma, y partirle el espinazo a un poder que podía haber seguido siendo importante (…).
Total, aquí estamos en (…) 2008, discutiendo unas reformas que se debieron haber emprendido a principios de los años ochenta (o sea, hace veinte (y cinco) años). Siguiendo la mejor tradición del Siglo XIX, las fuerzas políticas se entretienen difamándose, agraviándose y discutiendo estupideces; mientras el país está siendo dejado atrás por docenas de competidores, nosotros nos desgastamos con nuestras eternas, inútiles querellas de siempre; en tanto, al pueblo se le azuza, asusta y convoca con conceptos tan desgastados como el nacionalismo, la amenaza del neoliberalismo y quién sabe qué tantas zarandajas. El mundo sigue su marcha, sin detenerse a esperar a ver a qué horas cambiamos lo que hay que cambiarse. Y ya ven lo que nos costó en el XIX. Pero seguimos en las mismas, cometiendo los mismos errores, cayendo en los mismos hoyos.
Lo peor es que nuestra clase política actual es todavía más inepta, irresponsable, mezquina y apátrida que la de 1833. Al menos entonces podían alegar que no sabían lo que iba a pasar después. Pero ahora conocemos las consecuencias de tanta estulticia: un país a oscuras, un Estado que no funciona por falta de ingresos, una nación atrasada y estancada; pero eso sí, orgullosa y priístamente llena de miserables que no pagan IVA a los alimentos.
Hasta aquí la cita de 2003. Nada cambia, ¿verdad? Consejo no pedido para no hacer corajes. Lo único que se me ocurre es recomendarles “La marcha de la locura”, de Bárbara W. Tuchman, sobre cómo hay países que hacen notorias estupideces y patentes insensateces que los llevan al desastre. Lo ocurrido este año en México es un caso clásico. Provecho. Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx