Los padres del joven moreno vivían orgullosos porque su hijo asistía, becado, a una de las mejores escuelas de la región; nunca consideraron que él sería agredido por “ser diferente” de los demás estudiantes; vestía ropa de distinta calidad, no poseía coche y tampoco vivía en una colonia residencial. Ahora estaba hospitalizado, con costillas fracturadas y golpes varios, aunque las cuentas médicas iban a ser pagadas por los padres ricos de los agresores.
La jovencita de esta otra anécdota padecía de obesidad. Sin ser fea, el exceso de peso la perjudicaba en sus oportunidades de relación con otras compañeras de salón, más cuando era maliciosamente encarada con la esbelta muchacha de cabello castaño, líder del grupo, quien disfrutaba haciéndole notar su gordura y de vez en cuando agredirla físicamente. Ella recibió consejo profesional y por más de un año se preparó en artes marciales; un día, esperado con ansia, confrontó a la bonita, que rehusó pelear, ganándose para sí misma la autoestima necesitada que luego le motivó a empezar una dieta baja en calorías.
Estas son dos anécdotas de muchas que podemos narrar, sucedidas en la Comarca Lagunera, protagonizadas por jovencitos menores a los 17 años, que se han organizado en pandillas, imitando el fenómeno social existente en casi todas las ciudades de México. La diferencia está en los porqués esos muchachos de clase socioeconómica media, a alta, requieren asilarse en el gregarismo agresivo y destructor.
Los artículos especializados y los comunicados diversos sobre el tema, hablan del proceso doloroso que es la adolescencia, recrudecido en los adolescentes actuales; crecer, definir la personalidad y saber hacia dónde se desea ir en la vida nunca ha sido fácil, menos ahora, cuando las oportunidades se ven reducidas por la feroz competencia internacional y la sobrepoblación de jóvenes en edad de trabajar, todos estimulados a consumir y tener, por encima de ser.
Si los mayores debimos luchar a brazo partido para ganarnos un espacio social y laboral, los jóvenes tendrán que hacer un sobreesfuerzo y, seguramente, no todos lograrán los resultados deseados. Ese panorama lo conocemos, también ellos, que padecen la realidad presente, reflejada en los altos índices de depresión, ansiedad y hasta suicidio.
Durante la primera mitad del siglo anterior, quien alcanzaba el grado de licenciatura, casi garantizaba su ubicación en el mundo productivo; al final del mismo, ya no era suficiente la preparación universitaria y los posgrados abrían oportunidades a los más estudiosos. Hoy día, sólo los mejor preparados podrán cumplir sus sueños y todos conocen, o al menos intuyen, el panorama futuro de inseguridad e incertidumbre.
Así, reunidos en grupo, refuerzan su autoestima y escapan de la ansiedad y la depresión; desgraciadamente utilizan la violencia para manifestar su desacuerdo y desencanto por la vida.
Buena parte de la patología social está basada en el debilitamiento de las imágenes de los padres, que están ocupados en buscar los medios para que sus hijos puedan sobrevivir, tratando de ganar dinero y descuidando el desarrollo emocional de los muchachos.
Le pido no se confunda: los papás y mamás son igualmente víctimas de la nueva forma de vivir en este mundo materialista.
La maestra Irene Rojas Subealdea, directora de Bienestar y Salud de la Universidad Autónoma de La Laguna, ha estudiado el fenómeno; ella confronta los efectos que produce este mundo materialista en los muchachos, habiendo entrevistado a varios padres de familia y estudiantes, que han participado o sufrido los efectos del pandillerismo; define como los mayores retos que enfrentan los jefes del hogar: la dificultad para establecer los límites con los hijos, quienes no aceptan horarios impuestos u orientación en maneras de vestir, por ejemplo; la desobediencia y el menosprecio a las reglas sociales o de casa; mala comunicación, agravada con la facilidad para alterarse al intentar dialogar con ellos; sentimientos de culpa por desatención al trabajar todo el día, que aprovechan los menores para chantajearlos; problemas de espontaneidad para manifestarles amor filial; y poca capacidad para comprender lo que sucede con los menores.
Por su parte, los jóvenes declararon, quejándose de sus padres: que están siempre cansados o trabajando, lejos de ellos para cuando sienten la necesidad de pedirles consejo o apoyo; dificultad para comunicarse sin que los mayores se alteren; rebeldía; enojo; sentimientos de abandono; tristeza permanente y necesidad de agredir o autoagredirse; considerarse menos queridos; confusión en temas importantes para ellos, como sexualidad, noviazgo, amistades, alcohol; y baja en la autoestima.
Ante esta realidad es necesario reaccionar y buscar ayuda especializada, tanto padres como hijos, que sufren de soledad en un ambiente que por sistema y conveniencia de consumo tratan de imponernos, en individualismo y soledad.
Solos, somos más débiles y fáciles para envolver, rompiendo nuestros valores sociales, particularmente la unión familiar.
Le invito a que piense y actuemos juntos. ydarwich@ual.mx