Luego que el Partido Revolucionario Institucional perdiera la Presidencia en el año 2000 (aunque no pierde la esperanza de recuperarla, ahora desde un PRD al que se han infiltrado hasta los polvosos restos de Fidel Velázquez), el campeonato latinoamericano en cuanto a permanencia en el poder pasó a las manos del Partido Colorado de Paraguay. Tan cromática agrupación política se trepó a la Presidencia de ese país mediterráneo en 1947, y desde entonces no la había soltado. Hasta que, hace quince días, las elecciones presidenciales fueron ganadas por un ex obispo católico, Fernando Lugo, que habla como teólogo de la liberación de hace cuarenta años y fue postulado por la Alianza Patriótica por el Cambio, un abigarrado conjunto de admiradores de Evo Morales, católicos progresistas, ONG’s que anhelan la distribución de la riqueza, nacionalistas antibrasileños y creo que hasta adoradores de la Macumba. Así fue destronado el Partido Colorado, víctima del desgaste natural de permanecer tanto tiempo en el poder, de su propia degradación, de la corrupción rampante en el Gobierno, y de la ineptitud del último presidente colorado, Nicanor Duarte Frutos.
Ya sabemos que muchas de las esperanzas e ilusiones surgidas porque el PRI había salido de Los Pinos fueron dilapidadas de la manera más inconsciente por un hombre que no supo estar a la altura de las circunstancias, tanto por sus enormes carencias intelectuales y políticas, como por el nefasto mangoneo de su mujer. A fin de cuentas poco o nada cambió, y mucho de la desilusión se transformó en enojo, rabia o cinismo. Es lo que pasa cuando cae un régimen longevo: mucha gente cree que de manera automática todo se va a transformar de golpe y porrazo, y el cónyuge va a despertarse sin arrugas, de excelente humor y con buen aliento al día siguiente de la elección. La historia nos dice que, usualmente, es poco lo que cambia al corto plazo, y más vale minimizar las expectativas de la población, so pena de que la decepción mine a los nuevos gobernantes apenas tomado el timón de la nave.
Por supuesto, la coalición de Lugo lleva en su nombre la palabra mágica: “cambio”… que ya sabemos que puede resultar un arma de dos filos. Especialmente cuando los distintos sectores que apoyaron a Lugo tienen diferentes visiones de qué se debe cambiar. El batiburrillo de organizaciones que lo impulsó puede convertirse en una olla de grillos en muy poco tiempo, si no se ven resultados rápidos.
Otra cuestión es qué tanto puede Lugo darle vuelo a la hilacha populista sin contar con los recursos de los que puede echar mano Hugo Chávez; y teniendo ahora que cumplir promesas en el mundo real de la toma de decisiones. Y aunque se le considera parte de la ola izquierdista que ha venido rompiendo en Latinoamérica desde hace un rato, si Lugo va a estar más cerca de Bachellet que de Evo, continúa siendo una incógnita.
En todo caso, Lugo tratará de gobernar un país con muchos rezagos y una historia realmente extraordinaria… que ha forjado el alma del pueblo paraguayo de manera que hacen palidecer incluso las herencias obsesivas y los lastres del pasado que tanta gente insiste en que carguemos los mexicanos.
Primero que nada, Paraguay es un país que desde su nacimiento carece de salida al mar. Esa sensación de aislamiento, de estar rodeado (y por las potencias sudamericanas, Argentina y Brasil, además) resultará fundamental.
Lo mismo que su padre fundador: Gaspar Rodríguez de Francia, quien gobernara Paraguay entre 1816 y 1840, es uno de los dictadores latinoamericanos más peculiares… lo que ya es decir. El Dr. Francia (como es conocido en la historia) quiso asegurarse que el nuevo país se pudiera rascar con sus propias uñas, en vista de su carencia de costas. Así, determinó que Paraguay fuera autárquico, que produjera todo lo que necesitara sin recurrir al exterior. Para asegurarse de ello, las fronteras paraguayas estuvieron cerradas durante décadas: poca gente podía entrar, ninguna podía salir. Para “conservar el equilibrio”, el mismo Dr. Francia escogía los nombres de los niños recién nacidos en todo el país. Y no había forma de apelar. Si El Supremo así lo disponía, uno tenía que llamarse Godofredo o Herculano el resto de su vida.
Un padre tan pesadito legó una herencia autoritaria que Paraguay no se ha podido sacudir desde entonces. Y no sólo eso: dejó marcado al país para comprometerse en empresas que no siempre han sido muy sensatas que digamos.
Por ejemplo, la llamada Guerra de la Triple Alianza (1865-70), que Paraguay libró en contra de sus dos vecinos más poderosos (Brasil y Argentina) y otro que ni vecino es (Uruguay). Éste ha sido el conflicto bélico más catastrófico para un país en la época moderna. Durante la Segunda Guerra Mundial, Polonia perdió al 21% de su población: más de uno de cada cinco habitantes, el peor promedio de esa gran conflagración. Aunque se siguen discutiendo las cifras, lo más probable es que, tras la Guerra de la Triple Alianza, Paraguay haya quedado con 200,000 habitantes, un 15% de su población original (o sea, perdió el 85%). De los que quedaron vivos, quizá sólo el 10% eran varones adultos: casi todos los demás murieron peleando contra argentinos y brasileños. Eso sí, los sobrevivientes se dieron vuelo repoblando al país, que por razones obvias se llenó de hijos nacidos fuera del matrimonio.
Un evento tan traumático en lo demográfico, psicológico y territorial (se perdió algo así como un tercio del país) dejó profundas huellas en la mentalidad paraguaya. Con decirles que en aquel país el Día del Niño no se celebra el 30 de abril sino el 16 de agosto, porque en esa fecha de 1869 cayó la población de Acosta Ñu en manos brasileñas… la cuál había sido defendida básicamente por niños y adolescentes armados de palos y hondas. Los brasileros hicieron una masacre de infantes que haría ponerse verde de envidia a Herodes. Si aquí hacemos pasar a las derrotas por acciones heroicas, allá nos ganan de calle.
Ya en el siglo XX, Paraguay libró una guerra terrible con Bolivia, la llamada Guerra del Chaco (1932-35), buscando la posesión del territorio de ese nombre, una zona inhóspita donde los combates se centraron en la posesión y retención de los escasos pozos de agua. Aquélla fue una guerra de la sed, lo que provocó a sus combatientes sufrimientos indecibles. Que se estuvieran peleando por una región que hace ver a Paila como el Paraíso Terrenal no importaba: los sacrificios fueron enormes para ambos bandos. Pero al menos en esta guerra Paraguay resultó triunfador.
Tras una guerra civil que dejó treinta mil muertos, en 1947 llegó al poder el Partido Colorado. Siete años más tarde, mediante el proverbial cuartelazo militar sudamericano, asumió la presidencia otro sanguinario y folklórico dictador, Alfredo Stroessner (1954-89), que corrompió de mil maneras al Gobierno, la sociedad y hasta a la fauna paraguayas. Su tiranía no terminó sino hasta que hizo enojar tanto a su consuegro que éste, el general Andrés Rodríguez, lo derrocó. Por eso no hay que enajenarse a la familia política. Digo.
Como se puede ver, la historia paraguaya no ha sido ninguna perita en dulce. A ver si el ex obispo Lugo, habiendo roto una hegemonía sexagenaria, le inyecta algo más que esperanza a la nación paraguaya (la única en América que tiene un idioma indígena, el guaraní, como lengua oficial además del castellano). Y es que, si algo nos indica la historia, los cambios de regímenes tienen que aportar, precisamente, algo más que esperanzas. La gente necesita realidades, transformaciones sustantivas. Ya veremos si el nuevo Gobierno es capaz de enfrentar exitosamente tan enorme reto. El pueblo paraguayo ya se merece un respiro.
Consejo no pedido para que le digan “cuñatai” (“mujer joven” o “mi amor”, la única palabra que me sé en guaraní): del maestrazo Augusto Roa Bastos lea “Yo, El Supremo” sobre el Dr. Francia; y lea “Madama Sui” sobre la corrupción de Paraguay bajo Stroessner. Provecho.
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