Cuando en 1974 la Universidad de Hidalgo le entregó la medalla de la gratitud, hacía ya quince años que se había ganado la mía, como sin duda obtuvo la de cientos de sus alumnos, tanto en el bachillerato como en la escuela de medicina de la propia universidad. Aunque no se la expresáramos, y acaso no le importara, ése será el sentimiento con que recordaremos al doctor Pedro Espínola Noble, muerto a los 97 años el sábado pasado en Pachuca.
Para situar su figura en el escenario humano y profesional que le es propio, tomo las palabras de su colega, el eminente otorrinolaringólogo Pelayo Vilar Canales, catalán, mayor médico del Ejército republicano español que a su llegada a nuestro país se estableció en Pachuca, años después, escribió Mis médicos mexicanos, 44 semblanzas entre las que incluyó la de este “laboratorista y profesor de literatura del ICLA”, su amigo, con quien se reunía por las noches en un restaurante ya desaparecido, frente al Reloj característico de la ciudad, con el doctor Antonio Aparicio y los profesores Rafael Cravioto Muñoz y Florentino Gómez Estrella:
“Aún me parece ver llegar a Pedro, con su porte de gente satisfecha, mostrando sus blanquísimos dientes con una sonrisa casi sardónica que le corría de oreja a oreja, acentuada por el cigarrillo que sujetaba con los incisivos. Hombre de mediana estatura, ancho de espaldas, macizo, de ensortijado pelo negro y grandes ojos miopes que se disimulaban bajo los gruesos cristales de la prótesis ocular.
“Era todo lo contrario de la proverbial cortesía mexicana. Enemigo de circunloquios, sin perder el tino, ni usar palabrotas –como los ibéricos—, interrumpía sin miramientos a quien le parecía que estaba equivocado. Como a toda la gente buena, le sobraba inteligencia y le faltaba malicia para ‘cuidarse’; por eso me simpatizó sobremanera desde los primeros contactos. Ya el primer día en que nos presentamos me sometió a un severo interrogatorio sobre mis saberes, orígenes, edades, etcétera, no sin antes haberme propuesto el tuteo, cosa inusitada en el México de los años 40…
“Su preparación médica era muy sólida, así como sus conocimientos de literatura –a propósito de lo cual se daba grande agarrones con el profesor Cravioto.
“Pedro, pese a estas cualidades, es poco dado a escribir, pero la media docena de trabajos científicos que tiene publicados son consistentes y de gran calidad.
“Su colaboración fue inestimable para mí, al poner de manifiesto que muchas rinitis calificadas de infecciosas eran alérgicas o infectoalérgicas. En aquellos tiempos, en la práctica clínica no solíamos pedir investigación de eosinófilos en fosas nasales, técnica que Pedro puso a punto en su laboratorio, lo que me permitió corroborar el diagnóstico clínico. Llegamos incluso a definir zonas alergénicas en la ciudad, como el parque Independencia.
“Los 16 años que ejercí en Pachuca tuve en Pedro una ayuda inestimable; montaba cuanta prueba le sugería o me indicaba él, para mejorar nuestros diagnósticos. Era buen clínico y sabía relacionar muy bien los síntomas y signos con los resultados del laboratorio”
En su tertulia nocturna, “lo mismo discutíamos sobre las formas decadenciales en el arte, la segunda ley de la termodinámica, la estructura cristalina de algunos virus, el existencialismo, la cultura tarasca, que leíamos poesías de León Felipe, Carlos Pellicer, García Lorca, Espriú (un catalán que yo traducía y leía) y las de nuestro vate, Rafael Cravioto, poesías que nosotros celebrábamos cuando era un don nadie, 20 años antes de que se consagraran como excelentes, cuando llegó a ser presidente municipal de Pachuca”.
El doctor Espínola enseñaba literatura universal por amor a los libros, misma pasión que lo condujo a comprar, con el doctor Aparicio, la librería Acevedo, por entonces la única en aquella ciudad. Aunque no eran de su incumbencia escolar las letras mexicanas, fue debido a su generosidad que tuve mi primer acercamiento a ellas. Renovó el inventario de la librería, situada en la planta baja del edificio Reforma donde tenía su laboratorio, y llevó a Pachuca la hermosa colección del Fondo de Cultura Mexicana donde pude leer, en ejemplares nuevos que él me prestó, Juan Pérez Jolote, Pedro Páramo, El llano en Llamas, El diosero, Casi el paraíso, La región más transparente.
De un tomo antológico de esa colección, Teatro mexicano moderno, y alerta como estaba a las expresiones de arte en su horizonte, brotó la idea de que su grupo de bachilleres en ciernes representáramos Las cosas simples, del entonces todavía no célebre Héctor Mendoza, que a la sazón se presentaba en el café La concordia de la Ciudad de México, No sé si de su bolsillo (de donde brotaban los billetes, pues no usaba cartera, práctica que adopté cuando conté con materia prima para hacerlo) contrató a Guillermo Romo de Vivar, un director empecinado en hacer teatro donde a muy pocos les interesaba. Sí me consta que de su peculio, pues me encargó de la organización del grupo, pagó la docena de copias del texto, requeridas para su puesta en escena y muchos otros gastos. Como lo prescribe el autor, la pieza se representó en un café, teniendo como protagonistas a la futura abogada Irma Ponce, la hoy médica Rufina Ramírez y Clemente Cabello, que llegó a ser director general del Grupo Nacional Provincial.
Sus alumnos de la preparatoria y de la escuela de medicina recordaremos a don Pedro Espínola Noble como un maestro más allá de las aulas y los horarios de clase.