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Pelillos a la mar...

Hora Cero

Roberto Orozco Melo

La lengua española es rica en expresiones que ponen color y énfasis en cualquier narrativa. Doña María Moliner asegura en su puntualísimo diccionario semántico que “echar pelillos a la mar “dice de la reconciliación de dos personas que echan al olvido sus motivos de ofensa”. Pero la frase se ha vuelto un recurso verbal para restar importancia a lo que sin duda la tiene. “En cualquier personaje todo es echar pelillos a la mar” ya que tratan como futilezas las cuestiones importantes de sus responsabilidades privadas o públicas.

Gracias, le dice alguien al potentado que hizo un donativo importante para una obra social. “¡Vaya hombre! -responderá el donador- pero si son pelillos a la mar”. Y puede que sean o que no, pero quien así conteste trata de disminuir su gesto para aumentar su crédito, pues agregará ipso facto el agradecido recipendiario: “¡A que mi señor! si además de generoso es modestísimo”.

Todos echamos una porción de nuestra escasa pelambrera a las aguas insondables del océano: pelillos para eludir responsabilidades, pelillos para disfrazar nuestra permisividad, pelillos para minimizar faltas ajenas y, lo que es peor, para tratar de ocultar las propias. Pelillos que tiramos a la mar cuando ignoramos la insensatez y/o la prevaricación de algunos funcionarios públicos. Así se construye un serio atentado contra la ética pública, en perjuicio de la ecología marina que ya tiene pelillos de todas las cabelleras que en el mundo han sido.

Tomemos dos ejemplos cercanos: supimos que los servicios policiacos y los de vigilancia vial en nuestras ciudades se integraron en una sola corporación. En poblaciones grandes existen muchos gendarmes que debían estar atentos al orden público y a la seguridad personal y domiciliaria de los ciudadanos; también existen policías comisionados para cuidar el tránsito en las vías públicas, el respeto a las señales de los semáforos y la buena conciliación entre conductores que protagonicen un accidente vial.

Todos existen, cobran y ejercen; lo que no sabemos es dónde, ya que cuando alguien los necesita no aparecen por ningún lado. Ni cuando arrecian las lluvias y el pavimento se pone peligroso. Ni cuando se congestionan las avenidas y los choferes de los autobuses enloquecen en la ansiedad de cumplir horarios. Y a la hora en que los conductores del transporte urbano juegan “carreritas” con sus compañeros o competidores, bajo el riesgo de causar daños irreparables a otros vehículos y demás operarios.

Puede que los “pólis” y los “tránsitos” se crean dioses omniscientes e imaginen tener el divino don de la ubicuidad; pero a su gusto y capricho, no en el sitio los demande la urgencia de ciudadanos en conflicto. Resulta común que en las “horas pico” del día se formen aglomeraciones de automotores en las pocas avenidas que conducen de Sur a Norte o de Oriente a Poniente y viceversa. Nadie aparece en alguna para poner orden en el tráfico vehicular, lo cual obligará a algunos ciudadanos responsables a asumir el papel de agentes de tránsito, a riesgo de recibir sonoros recordatorios familiares de conductores irresponsables.

¿Qué se hicieron aquellos agentes de punto que antaño estaban en las esquinas de las calles? A veces vemos uno que otro en los cruceros del centro “histérico” si bien contaminados por la delirante histeria automovilística del momento, la cual desahogan mediante el uso ininterrumpido del silbato a todo volumen.

Bien que los funcionarios hagan su lucha por conquistar a la gloria del mundo, pero por favor no intenten despojar de méritos o inteligencia a la ciudadanía que gobiernan. Cada sociedad que vive en las ciudades, deambula por las calles y mira lo bueno y lo malo de la Administración Municipal merece respeto y reconocimiento. Los publicistas oficiales deben recomendar a sus jefes que digan la verdad a los ciudadanos. Si el producto anunciado no es lo que se anuncia es un fraude. Por ahora, en los municipios, todo parece ser una tormenta de pelillos a la mar...

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