En el entorno de la inseguridad creciente que vivimos, el Congreso de Coahuila emite una iniciativa de reforma a la Constitución General de la República, tendiente a implantar la pena de muerte en contra de secuestradores que priven de la vida a sus víctimas.
De acuerdo al sistema constitucional vigente, las legislaturas de los Estados están facultadas para iniciar el trámite de discusión de cualquier proyecto de reforma a nuestra Carta Magna ante lo que se conoce como Constituyente Permanente, integrado por el propio Congreso de la Unión y la suma de los Congresos Estatales.
En el caso el proyecto surge a su vez de una iniciativa del gobernador Humberto Moreira, que desde hace tiempo anunció su intención de promover la implantación de esa medida de castigo como instrumento para frenar la ola de violencia criminal que mantiene en jaque a las autoridades y en vilo a los ciudadanos.
Sin embargo, cualquier observador objetivo y medianamente informado, advierte que el aumento de las penas a los delincuentes carece de sentido y eficacia, en un medio en el que el problema principal es el de la impunidad, que deriva de la incapacidad y/o corrupción de las corporaciones policiacas y del Ministerio Público, en la realización de las investigaciones tendientes a encontrar a los culpables de los hechos delictuosos, e instrumentar los procedimientos de búsqueda, captura y consignación para demostrar en juicio la responsabilidad respectiva. Lo anterior sea dicho sin dejar de reconocer que en muchos casos en los que las autoridades mencionadas cumplen adecuadamente con su cometido, son los jueces venales los que propician la impunidad.
El problema de la propuesta de la pena de muerte es que constituye una medida que atenta contra la vida humana y su propuesta tiende a satisfacer los instintos básicos de venganza de una sociedad que con razón se siente agraviada y amenazada. El peligro de la reforma que se pretende es que por decreto la autoridad dé por cumplida la asignatura pendiente, en virtud de la cual el mejoramiento de los sistemas de procuración y administración de justicia, así como la modernización de los cuerpos policiacos y sistemas penitenciarios permanecen estancados.
Si los mecanismos antes mencionados no mejoran y los cada vez más numerosos delitos continúan impunes, porque ni la Policía ni los tribunales hacen su tarea, la pena de muerte ya instaurada se convertirá en letra muerta y ocasionalmente, en motivo de espectáculo público y de incivilizado escarmiento para satisfacer pasiones primarias y no las necesidades de la colectividad en materia de seguridad pública. Prueba de lo anterior la encontramos en sucesivas reformas hechas en los últimos tiempos que han agravado las penas, sin que dicha medida muestre efecto alguno en cuanto a reducir el número de los delitos que continúan en aumento creciente.
Aunque de tiempo atrás ya había desaparecido de los Códigos Penales de Federación y Estados, la pena de muerte fue borrada de la Constitución de México hace apenas dos años, en congruencia con la suscripción de tratados internacionales por parte de nuestro país en el sentido indicado.
El problema fundamental del fracaso mexicano en la lucha contra el crimen, deriva de que por décadas estuvimos inmersos en un sistema de justicia represivo, en el que los hechos delictuosos eran aclarados y las responsabilidades determinadas, en base a procedimientos de tortura institucionalizada, a despecho de las garantías individuales de los procesados.
Tratando de asumir las tendencias mundiales hacia la cultura del respeto a los derechos humanos y el concepto de la Policía científica, hemos sido incapaces de generar un nuevo modelo en virtud del deterioro creciente de nuestra conciencia moral y del analfabetismo funcional de muchos de nuestros egresados de las escuelas universitarias.
La supresión de la vida humana sólo puede justificarse en caso de legítima defensa en contra de un injusto agresor, al que no es posible resistir por otros medios. En el caso de la comunidad internacional cada vez obra con más fuerza la tendencia a proscribir la pena de muerte, porque los esfuerzos se centran en el mejoramiento de los sistemas de justicia en función de la capacidad para prevenir los delitos, capturar a los delincuentes y recluirlos en tanto se intenta su reintegración a la sociedad y si ésta resulta inviable dadas las condiciones del sujeto, pues simple y sencillamente se prolonga su prisión hasta su muerte natural.
A la ligereza con la que el Ejecutivo coahuilense envió al Congreso Local la iniciativa para instaurar la pena de muerte, se suma el aval de la sumisa mayoría priista y el papel pusilánime de los diputados de los Partidos Acción Nacional y de la Revolución Democrática, que incurren en un vergonzoso voto de abstención, inexplicable en tan importante tema.
Correo electrónico: lfsalazarw@prodigy.net.mx