La pena capital ocupó numerosos espacios noticiosos en estos últimos días. Y ello, por dos acontecimientos, en cierta forma diferentes entre sí, y que al menos en una parte del público generan opiniones encontradas.
La indignación generalizada por el secuestro y asesinato del joven Fernando Martí, crimen en el que además participaron elementos policiacos, fue aprovechada por el líder de los diputados priistas Emilio Gamboa Patrón para demandar el restablecimiento de la pena de muerte en ese tipo de casos. Aparte de llevar agua a su molino político, tal y como suele hacerlo este modelo de comportamiento ético, Gamboa estaba reflejando lo que mucha gente opina al respecto: para agravios de ese tamaño no puede existir sino el castigo más severo. Es difícil imaginar un crimen peor que el perpetrado en contra del muchacho Martí, su chofer y su escolta. Y es difícil (al menos para mucha gente) encontrar un castigo equivalente al delito que no sea el de la ejecución de quienes lo perpetraron.
La animosidad popular no se debe solamente a lo monstruoso del acto, sino a que buena parte de la población ya está harta de la inseguridad en que vive cotidianamente. Y la percepción es que esa inseguridad se debe a la ineficiencia y corrupción de las autoridades que en teoría nos gobiernan, y a la impunidad resultante. Que entre los secuestradores y asesinos del joven Martí se encontraran policías no hace sino confirmar las sospechas seculares de muchos, y alimentar la frustración y el enojo: los políticos no paran de hablar y pelear entre sí, pero son incapaces de cumplir con su obligación fundamental: darle seguridad a los ciudadanos que pagan sus sueldos, y que esperan que la Policía sea un cuerpo para protegerlos, y no del cual cuidarse. De ese enojo proviene lo radical de muchas opiniones.
Por otro lado, diversos sectores solicitaban que el estado de Texas suspendiera la ejecución del mexicano José Medellín, condenado a muerte por las brutales violaciones y asesinatos de dos jovencitas. Se alegaba que el Tribunal Internacional de La Haya le había ordenado a los Estados Unidos detener las ejecuciones de varias docenas de mexicanos sentenciados a muerte, debido a que no se habían cumplido algunas formalidades estatutarias.
Pues sí, pero la sentencia no la emitió el Gobierno de Estados Unidos, sino el de Texas. El cuál alegó que no recibe órdenes de nadie, y mucho menos de un Tribunal situado fuera de territorio norteamericano. De hecho, George W. Bush le pidió a sus paisanos que detuvieran las ejecuciones. Pero como allá sí funciona el federalismo, y los texanos son rebuenos para eso de la pena capital, ni caso le hicieron.
Dos casos de abierta bestialidad, dos enfoques del mismo asunto. Y de manifiesto, la ambivalencia que muchos sentimos sobre la pena de muerte.