Recuerdo la fotografía que nos tomaron días antes de salir de la Facultad de Veterinaria, vestíamos totalmente de blanco, filipinas que “entonces” lucían bien, con figuras esbeltas y atléticas, las cabelleras abundantes y de pelo oscuro, la enorme sonrisa que reflejaba todas las ilusiones por delante y de haber culminado cinco años de arduos estudios en veterinaria. Fuimos la envidia de compañeros de los grados anteriores que nos admiraban sonriendo y gozando también el momento, e imaginando esa futura estampa en ellos, como así soñamos nosotros cuando veíamos a los grupos de quinto año tomarse tan anhelada fotografía que vimos pasar generación tras generación desde nuestra llegada a primer año a la Facultad de Veterinaria. Éramos compañeros que salimos en esa fotografía de la onceava generación del tres de junio de 1978.
Quise recordar ese momento tan significativo, pues fue la primera vez que sentí cierta independencia y la responsabilidad de ser ya alguien productivo como profesionista que afloraba en ese momento y retribuir de alguna forma los años de sacrificio de mis padres, aunque nunca existió queja alguna por parte de ellos hacia sus seis hijos profesionistas.
Hace unos días nos reunimos los compañeros de generación para celebrar nuestro aniversario número treinta de haber egresado de la Facultad. Qué bella es la memoria, recordamos anécdotas que no venían a mi mente desde hace treinta y cinco años en que tuve la fortuna de conocer a mis colegas. Volví a trasladarme al pasado como si hubiese sido ayer; las ingeniosas bromas estudiantiles, las odiseas de los viajes de “estudio”, la temible materia de anatomía y el angustiante examen oral, las bellas novias de estudiante, la casa de asistencia donde vivimos, las batallas campales, la fuerte rivalidad deportiva de nuestros equipos, los imprescindibles y atinados apodos que eran hechos como anillo al dedo, que por cierto hasta la fecha sólo lo permitimos entre nosotros, y si alguien fuera del grupo nos lo dice, nos molesta o sencillamente los ignoramos.
Al principio recordaba las cabelleras negras y abundantes, figuras esbeltas y atléticas, bueno, todavía permanecen, pero sólo en fotografía, después de treinta y cinco años cambiamos un poco, ahora somos padres de familia, algunos abuelos, cabezas calvas y las que no, encanecidas, absolutamente todos necesitamos anteojos para ver alguna fotografía y el que no los llevaba consigo, como buenos amigos que fuimos siempre, los compartimos.
Un factor muy importante para haber logrado esa amistad, fue habernos apoyado cuando vivimos de estudiantes, fuimos treinta y solamente una compañera era originaria de la ciudad de Durango, vivía en su propia casa, los veintinueve restantes éramos de la Comarca Lagunera, así que vivimos en casas de asistencia o rentábamos casa para abaratar costos.
Creo que por eso somos hogareños y buenos esposos, aprendimos a cocinar, lavar, planchar, barrer, trapear, además de hacer labores de plomería, albañilería, carpintería, electricidad y mecánica, entre otros.
No todo fue alegría en nuestra reunión, también recordamos a tres de nuestros queridos compañeros que ya partieron, Juanito Ortegón, Alberto Soltero y al Dr. Alfredo López Yáñez cuyo nombre lleva nuestra generación.
Sólo resta darle las gracias a mis compañeros por permitirme ocupar una pequeña parte en sus vidas y felicitarlos por ser todos profesionistas exitosos y excelentes padres y esposos con magníficos valores. Espero en Dios les continúe otorgando salud y sigan adelante como siempre lo han hecho.
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