“En este momento no puedo atenderlo. En treinta minutos volveré a estar a sus órdenes” Indicaba la pantalla del cajero automático. Como no podía esperar, me aventuré a acudir a mi cita con sólo cincuenta pesos en la cartera; por lo que cuando el primate que me entregó la camioneta en el estacionamiento me informó que le debía noventa; protesté: ¡Oiga pero si sólo estuve tres horas…! “O paga o cuello” dijo el primate antes de volver a encerrar mi camioneta. Ante mi total desamparo sólo me quedó levantar la cabeza, sacar el pecho y estirar la mano para pedir a la señora de atrás: ¿me regla treinta pesos por favor? La mujer no sólo no me dio nada sino que me miró con asco y tuve que mendigar varias veces sin ningún éxito antes de que un buen hombre pusiera en mi mano tres preciosas monedas de diez pesos para completar los noventa que me exigía el primate para entregarme a la Colorina.
Como todos en esta capital, he tenido que acostumbrarme a vivir en medio de la guerra contra el narco que mientras ganamos -(espero que existe un plan B por si perdemos) me obliga a considerar la posibilidad de quedar en cualquier momento; atrapada en medio de una tupida balacera. Me he acostumbrado también a la paranoia que produce vivir el día a día con un cañón de metralleta apuntándome en el Banco, en el edificio donde tiene su consultorio mi dentista, desde los autos que custodian a los ricos y famosos, y hasta en el cunero de los hospitales en donde cada bebé debe salir y entrar “protegido” a punta de metralleta.
Lo acepto así porque al menos me asiste la vaga esperanza de que pronto logren acabar con la droga que amenaza la salud y la tranquilidad de todos los mexicanos; y porque espero que exterminados los narcos, nuestra capital vuelva a ser la metrópoli intensa, pero amistosa que alguna vez fue, con el plus además, de que por orden expresa de nuestro jefe de Gobierno; muy pronto todos los funcionarios públicos deberán hablar el náhuatl, lo que obviamente facilitará la comunicación entre ciudadanos y autoridades y de paso nos permite abrigar la esperanza de que después los obligarán también a aprender el español.
Como verán casi a todo me acostumbro menos a las pequeñas infamias cotidianas que como cuchillito de palo nos van debilitando un poco más cada día hasta que nos sometemos al inevitable remedio de “ajo y agua” (a jodernos y a aguantarnos) como está sucediendo con el abuso y la ilegalidad con que se manejan los estacionamientos en esta capital donde sin chistar, pagamos tarifas que son un asalto.
Y no voy a referirme a esos ángeles benditos que asociados con policías y grulleros minicorruptos, se las arreglan para acomodar nuestros autos en lugares prohibidos por una módica propina de treinta pesos. Ustedes no están para saberlo, pero en esta ciudad los franeleros son una bendición, considerando las altísimas tarifas que imponen los centros comerciales a donde vamos a consumir y que según señala la Ley; están obligados a ofrecer estacionamiento gratuito a sus clientes.
De la misma índole es la infamia que nos infligen los hospitales en donde con harta frecuencia los pacientes mueren por paro respiratorio cuando les presentan la cuenta; dejando a sus pobres deudos además de la obligación de cubrir los gastos hospitalarios; una onerosa deuda por el estacionamiento. Y no conformes con los millones de pesos que sin el menor esfuerzo se embolsan todos los días los dueños de la tierra donde estacionamos, (más afortunados aún que quienes encuentran petróleo en su jardín, ya que además del negocio redondo funcionan con personal que sin sueldo ni prestaciones trabaja únicamente por las propinas) por un un costo adicional ofrecen los sitios más cómodos para uso del “ballet parking” que al momento de entregar el auto, espera una propina no menor a diez pesos o de lo contrario cuello.
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