A costa de verlas y repasarlas acabé enamorándome. Ahora no hay quien me contradiga y diga que fue un mito, que no ocurrieron las cosas.
El caso es que por allí en un recoveco de los que abundan, en una plazuela de anticuarios, me topé con una caja metálica gris, en su interior cerca de mil diapositivas, fotos pequeñas, cronológicas, impolutas, contrastadas, intactas; la licencia para meterme a la vida de los otros; la licencia para meterme en la vida de Pili.
Los detalles en concreto (el lugar, la fecha exacta, la circunstancia) son misterios que no podré explicar nunca, pero algunas pistas surgen de las placas de ese fotógrafo lejano, su meticuloso reunirlas a través del tiempo asesino, el misterio de tal vez destinarlas en un clóset al olvido de los años, hasta que tal vez una venta de garaje las hizo aterrizar al tapete de anticuario donde ahora me inclino. Me hinqué enseguida al verlas. Reconocí cualquier cosa. Tal vez la calidad de las placas, tal vez sus piernas incipientes saliendo de esa alberca, no sé, pero algo me hizo remojarme los bigotes y lanzarme a la puja; las ganas de persignarse del colega me las puso bajo el brazo.
El caso es que ya después, de regreso a casa, comencé a explorarlas con calma en una caja de luz, con una lupa que tengo especial para el menester. Poco a poco iban apareciendo las caras, intercalándose algunos grupos de gente fotos más adelante, desdoblándose una historia lineal y coherente. Empecé a sumirme en ella. No sé. Como que la resolana y los lentes y esa pareja que junta sus lenguas al borde de una copa de Martini, y ella, con un pelo negro que cae brevemente en su cuello. Los labios que se llenan de saliva, en aquella pareja de la izquierda, la que quieta se aposenta lentamente en un rojo sillón. Y la espalda desnuda de Pili, y Pili enseñando las bragas, y Pili, que al carcajearse en su boda, le soba la pelona a un anciano.
No puedo decir más, porque solamente tengo un par de vestigios de su nombre. El primero está al borde del cartoncillo de la diapositiva (Made in the USA), con pluma roja ya borrada por el tiempo: “Acapulco 25-8-58/ esa es mi Pili!”; y Pili, como no queriendo la cosa, ve a la cámara, fijamente, y un copete negro oscuro acá ardiente, pero brilloso, y una piel blanca que parece tapete para morder, los días de sol y playa en la marca del tirante abajo del hombro, un collar rojo de pequeñas piedras, unos aretes enormes y unos labios rojos, y una patilla apenas de pelusa que baja y se pierde, minúscula, y su espalda que parece un vértigo, pero aún más.
Y Pili radiante el día de su boda. Un matrimoniarse de esos pudientes el de mi Pili. En una de esas placas tiene una mantilla española impoluta, y un ramo de orquídeas. Después chupa un dedo temerosa frente al altar, indicios de lo que vendría más tarde. Besamanos de las encopetas y las joyas en la ceremonia civil, y algún otro viaje a la playa, a alguna ruina arqueológica, ella leyendo sobre una piedra con los pies enterrados en la arena, sonriendo cualquier cosa, como siempre, como en cada de esas imágenes en la azotea tal vez de su casa, y después el hospital, los hijos, las labores domésticas y un viaje a París, Pili observando la Gioconda, Pili subiendo la Torre Eiffel y después el accidente, el hospital de nuevo con las piernas desechas y sus hijos empujando la silla de ruedas, su cara ahora marchita, y esa última foto, la última de tantas, el segundo vestigio de su nombre, allí, una iglesia, el ataúd, los hijos y alguien hasta entonces invisible (que presumo era el fotógrafo), el segundo vestigio de su nombre: “Colima 11-1-78/ Pili… en tu entierro”.
No sé. Pero hay días que pienso que en realidad Pili es sólo obra de mi imaginación.
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