El dilema suele sintetizarse en una pregunta sencilla: “¿Plata o plomo?” Y de la respuesta que den numerosos funcionarios, de ella depende su tranquilidad, la seguridad de sus familias y hasta su vida.
El crimen organizado tiene la capacidad de infiltrarse en todos los ámbitos de la sociedad. En ocasiones, porque compran su ingreso con el enorme poder económico que poseen gracias a sus negocios turbios. Así, los mafiosos se codean con empresarios, juegan al golf con ellos, y conciertan matrimonios entre sus hijos, todo ello según el sencillo argumento de “dinero llama a dinero”. No importa el origen del dinero, ni la categoría moral de los sujetos: es la Ley de la plata, que según esta simplista perspectiva, limpia todo.
En otro sentido, la plata sirve para comprar silencios, complicidades y voluntades. Es el dilema al que nos referíamos antes: aceptar sobornos, o morir víctima de algún sicario. Muchos funcionarios, que en otras condiciones serían honestos, encuentran más fácil el aceptar dinero de los narcos que exponerse a morir, y ser reemplazados por otros que no tengan tantos escrúpulos.
El asunto se complica porque, al revés de lo que ocurre en otras latitudes, en México el asesinato de policías y funcionarios judiciales no es algo raro, ni trae como consecuencia furiosas venganzas expeditas y justicieras. En nuestro país, la muerte violenta y propositiva de un agente de la Ley no sólo es normal; sino que suele dejar en el aire la pregunta de si no es una consecuencia natural de esa actividad: el que anda con lobos, a aullar se enseña.
En ese contexto, el que altos funcionarios de la Subprocuraduría para el crimen organizado, la famosa SIEDO, hayan recibido sustanciosos sobornos de un cártel de narcotraficantes, no debería extrañarnos. Lo terrible es que los mecanismos para la detección de ese tipo de infiltración parecen ser muy pobres e ineficientes. Por tanto, el arrancar esas malas yerbas no resulta ningún consuelo, dado que no hay nada que impida que la corrupción se vuelva a colar en ésa o cualquier otra agencia de seguridad federal.
En los países civilizados, la detección de los elementos corruptos suele ser bastante simple: basta ver las declaraciones de impuestos de los funcionarios, compararlo con las casas, propiedades y vehículos que portan, y proceder a averiguar de dónde salieron los ingresos no declarados. Recuerden que por ese lado agarraron a Al Capone cuando Cara Cortada estaba en sus meros moles en el turbulento Chicago de los treinta.
Pero si no se investigan las declaraciones de impuestos de Roberto Madrazo, Arturo Montiel, Carlos Romero Deschamps, y toda la ristra de pillos que ostentan riquezas que jamás pudieron adquirir de manera honesta, ¿qué podemos esperar? Esa impunidad es el cáncer real que corroe a la patria. Y mientras no lo combatamos, seguiremos en el hoyo.