Podría ocurrir que el tenue triunfalismo con que se titula esta columna no correspondiera a la realidad. El Senado aprobó el martes la nueva Ley de fomento a la lectura y el libro con que esa Cámara respondió a un veto presidencial. Y ayer, en la última sesión del periodo, estaba por aprobarse en San Lázaro, con dispensa de trámites, esa norma que ha suscitado un amplio consenso. Las comisiones respectivas, apenas llegó de Xicoténcatl la minuta, la dictaminaron favorablemente y se esperaba que en el tráfago con que concluirá su trabajo la Cámara hubiera un lugar para esta disposición largamente esperada. De no haber ocurrido así, será preciso esperar a que la minuta sea incluida en un periodo de sesiones extraordinarias (al margen del debate petrolero hay pendientes que deben desahogarse antes de septiembre), o hasta que comience el nuevo y penúltimo periodo de esta Legislatura).
Una coincidencia inusitadamente amplia de los intereses y propósitos de personas, empresas, organismos e instituciones dedicadas a la industria y el comercio del libro fue la plataforma social que permitió a los legisladores emitir una Ley que es apenas el primer paso para un verdadero y productivo fomento a la lectura (es, para usar la metáfora de un experto, apenas el equivalente a la página legal de un libro, donde constan sus señas de identidad). La unanimidad de los sectores sociales en torno al tema se expresó en el Congreso: el Senado la aprobó el 16 de marzo de 2006 con 86 votos (casi la totalidad de los que podían emitir los miembros presentes) y la Cámara el 26 de abril siguiente con 361 votos y cinco abstenciones. El primero de septiembre de 2006 el presidente Vicente Fox la vetó y fue devuelta al Senado el día cinco de ese mes. Transcurrió completo aquel tenso primer periodo de la nueva Legislatura y sólo fue posible en marzo de este año empezar el trámite de respuesta al Ejecutivo, que no era ya el mismo autor de las observaciones que era preciso contestar. Ese día la comisión de cultura que preside María Rojo (o María de Lourdes Rojo e Incháustegui si quiere emplearse su alias parlamentario) hizo llegar a la comisión de educación su opinión favorable a refutar el veto presidencial.
A pesar de haber colaborado con Fox, como secretario de Energía, el presidente de la comisión de Educación, Fernando Elizondo tuvo la honestidad política de examinar el asunto en sus méritos y rehuyó, si fue asaltado por ella, la tentación de dar por buenos los argumentos de su antiguo jefe sólo por espíritu de cuerpo. Al contrario, fue el más tenaz impulsor de la nueva Ley que superó el veto. El 31 de marzo remitió a la Mesa Directiva el dictamen conjunto de su comisión y la de estudios legislativos, con la confianza de que se presentara al pleno al día siguiente. No ocurrió así, sino hasta el martes 29 de abril, un mes después.
El dictamen reconoció que el veto de Fox era pertinente en cuanto a las funciones del Consejo nacional de fomento del libro y la lectura y las modificó, “para garantizar que ese órgano no desempeñe funciones que únicamente competen a la autoridad responsable y para delimitar con claridad el sentido propositivo de sus pronunciamientos”. Y también atendió otras observaciones referidas a asuntos de forma, con el propósito de “conferirle a este cuerpo normativo una estructura congruente con la relevancia del tema”.
Pero las cámaras se mantuvieron firmes en establecer el precio único, un elemento central de la Ley. Conforme al Artículo 22, todo editor o importador de libros fijará el precio de sus ejemplares, que regirá en toda la república y estará registrado en el Consejo nacional mencionado. El precio puede ser menor (nunca mayor) después de dieciocho meses de su edición o importación. El dictamen había acogido la idea original de que el plazo se extendiera a tres años, pero en el debate senatorial fue reducido a la mitad, lo que en algo deterioró el propósito de dicha medida, el precio único.
Según el veto presidencial el precio único era contrario a la libre competencia y por lo tanto al interés de los consumidores, y al mismo tiempo que degeneraba en una práctica monopólica relativa, prohibida por la legislación. El dictamen senatorial refutó esa idea que consideraba la existencia de un mercado perfecto, con datos de la realidad, que muestran la necesidad de atajar las distorsiones en el mercado librero en beneficio de los consumidores.
Hasta ahora, los editores establecen diferentes precios “dependiendo de las condiciones de negociación con el distribuidor o el punto de venta; hay en el país poco más de 50 establecimientos de las Librerías de Cristal, y el sistema de librerías Educal alcanza 90 sitios. En ambos casos, su capacidad de negociación es relativa frente a las tiendas de autoservicio o departamentales que, bajo distintas firmas, cuentan con más de tres mil puntos de venta, donde el libro no es el producto que mayores márgenes de utilidad genera.
Sin embargo, prácticas de discriminación de precios, o incluso depredatorias de los mismos y la obtención de beneficios especiales por las ventas a consignación, favorecen el encarecimiento de títulos en regiones enteras del país, el cierre de puntos de venta o la imposibilidad de abrir nuevas librerías…”.
Al presentar el dictamen senatorial, anteayer, Elizondo recordó que el asunto ocupó a legisladores e integrantes de la comunidad editorial e intelectual, que coincidieron en este logro. Así fue. Enhorabuena por ello.