Quienes ayer siguieron los comicios norteamericanos con una concentración y fervor dignos de mejores empresas, quizá se desconcertaron porque ninguna cadena noticiosa se ocupaba de sumar los votos populares que se iban acumulando a medida que cerraban las casillas; vaya, ni siquiera había algo semejante a nuestro PREP, para ver por dónde iba la pichada. No, en lo que se enfocaban todas las baterías era en la cuestión de qué estado era ganado por quién. Si en una determinada entidad la votación había sido de dos a uno a favor de uno de los candidatos, no resultaba importante. Lo vital era que ese estado, y sus votos en el colegio electoral, iban para el ganador.
Ayer volvimos a ser testigos de un ejercicio más de esa extraña forma de democracia norteamericana que es la elección indirecta, a través de un colegio electoral.
La pregunta obvia es: ¿para qué tanto brinco estando el suelo tan parejo? ¿No sería más fácil obrar como lo hace la mayor parte del mundo, que es sumar los votos individuales y darle el triunfo al que saque más? ¿Por qué tiene que pasar el sufragio popular por el filtro del colegio electoral? Más aún, ¿cómo se puede llamar democrático un país en el que un candidato puede tener más votos individuales y perder en el colegio electoral, como le ocurriera a Al Gore en el año 2000?
Bueno, todo tiene que ver con lo que ocurría allá por los 1780’s, cuando se redactó la Carta Magna norteamericana. Que, cabe recordar, fue la primera Constitución moderna del mundo, que planteaba la posibilidad de que los gobernantes fueran electos por ciudadanos libres… todos ellos hombres mayores de edad y de raza blanca.
Los principios de igualdad y democracia, tan defendidos por los padres fundadores de los Estados Unidos, tenían su lado negativo: ¿cómo impedir que un demagogo llegara al poder embelesando a la gente ignorante? ¿Cómo evitar que un candidato sin escrúpulos ganara una elección regalando despensas, tinacos y vitropisos? Para evitar lo que se dio en llamar “el poder de la chusma” o la “tiranía de la mayoría” (esto es, que una gran masa ignorante decidiera quién gobernaría) se diseñó el sistema de colegio electoral: los estados más poblados (y por tanto, en teoría más “modernos”) pesarían más que los menos poblados, y por tanto, con gente menos educada, sofisticada y pensante. Pero cada estado tendría asegurados dos votos electorales (uno por cada senador). En teoría ello equilibraría las cosas, y el presidente sería escogido no sólo por la población, sino por los estados de la Federación.
Más de 220 años después, el principio se sigue aplicando. En parte, porque nadie quiere meterse en la bronca de reformar la Constitución; y en parte, porque, sin decirlo, la clase política está de acuerdo en que dejar sólo en manos del votante individual la decisión de quién será presidente… resulta muy arriesgado.