Acaba de pasar el Día del Maestro y es común que hablemos de aquellos profesores que marcaron nuestras vidas. De los que con empeño y dedicación, invirtieron muchas horas y esfuerzos en nuestra educación.
De esos profesores he hablado en otras ocasiones. Pero no lo he hecho de aquéllos cuyas prácticas inadecuadas casi nos deforman. De los que mal podríamos llamar maestros, porque no tenían vocación ni método pedagógico para enseñar y que sólo acudían a las aulas, como un medio para completar un ingreso.
No voy a mencionar aquí sus nombres, aunque podría hacerlo pues memoria no me falta, pero prefiero no herir susceptibilidades y simplemente describir la forma en que actuaron y cómo no debe comportarse un profesor. Iré por etapas escolares hasta llegar a la universidad.
Tuve en primaria un profesor que a un reducido grupo de alumnos, nos sentó, desde el principio del año, en la fila de pupitres pegados a la pared que daba a la ventana, y muy solemne dijo: “Estos niños si quieren entrar a clases, entran, si no quieren, no. Si quieren estudiar estudian, si no, no. Pero no existen en mi clase”: Y así nos pasamos todo el año.
Recuerdo perfectamente los nombres de mis compañeros de desgracia, pero también los omitiré, pues hoy son profesionistas exitosos, buenos padres de familia y excelentes maridos, lo que demuestra que el profesor aquél se equivocó.
Admito que éramos tremendos, pero eso no autorizaba al profesor a marcarnos de esa manera delante de todos nuestros compañeros.
No quiso batallar tantito para convencernos de las bondades de la escuela. Sencillamente no quería complicarse la vida, cumpliendo con su obligación.
En secundaria tuve profesores intolerantes que llegaron al extremo de quererme pegar dentro del salón de clases. Obvio es que no me dejé y respondí en la misma forma y lugar. Me expulsaron del colegio unos días, pero aprendí lo que no se debe hacer con los muchachos dentro del salón.
En la universidad los inconvenientes fueron otros. Profesores supuestamente sabihondos que no sabían enseñar.
Desde el primer año conocí a alguno de ellos que entró a la facultad super-recomendado para dar sociología. Creo que acababa de llegar de La Haya, pero lo cierto es que se pasaba las clases hablándonos de Europa y sus andanzas y, de la materia, nada.
Los reclamos en la dirección no se hicieron esperar, pero de poco nos valieron al principio, hasta que decidimos no entrar más a esa clase y el boicot se generalizó.
Tuvieron que despedirlo con los mismos honores con los que lo habían contratado y en su lugar llegó un verdadero profesor, que aunque en ese entonces no tenía aún el título de licenciatura (le faltaban unos meses para titularse) desarrolló un excelente papel y pudimos aprender algo de sociología.
Tuvimos profesores eruditos que sabían mucho y dominaban su materia, pero nulos en pedagogía. Como aquel que llegaba, pasaba lista, ponía su mirada en la Metalúrgica (desde el salón se veía esa industria) y así exponía sin voltear a vernos.
Otro más, en iguales condiciones, que hablaba muy quedo y no le escuchábamos bien, pero jamás cambiaba su tono de voz. Había que llagar corriendo para ganar los pupitres de la primera fila, porque de otra suerte te perdías su exposición.
Conocí maestros que creían que porque reprobaban a la mayoría de sus alumnos, se les respetaría más y serían temidos. En realidad estaban demostrando su incompetencia o incapacidad para enseñar. Al reprobar a la mayoría se reprobaban ellos mismos.
Tuve otros que examinaban con sus apuntes abiertos, lo que para mí era una falta de ética, pues si eran los maestros se supone que sabían bien la materia. Y luego querían que las cosas se las dijéramos de memoria. ¿Para qué si ahí estaban los códigos? Era más importante conocer las instituciones que los artículos de memoria.
Recuerdo a uno que me corrió del salón por formularle una pregunta sobre la materia, pero que no era parte de la clase de ese día. Para esconder su ignorancia, simplemente me pidió que abandonara el salón. Por supuesto, jamás regresé. Y no era mal profesor, pero no dominaba la materia.
Para ser profesor se requiere vocación y preparación. Amor a la docencia y a la profesión a que se pertenece.
Aún más, tengo para mí que el verdadero maestro es aquel que es capaz de tocar, más que la mente de sus alumnos, su corazón, su alma.
Por lo demás: “Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano”.