El tercer debate presidencial comenzó y en los bares de Adams Morgan miles de ojos acribillaban los monitores. Por largos minutos la discusión transcurrió en un silencio sepulcral: cualquiera podría suponer que los estadounidenses observaban los funerales de un personaje muy querido. Cuando el debate llegó al tema del estado de la economía, todos los que estaban en el bar Bourbon contuvieron la respiración.
En el camino al bar una mujer le dijo a su novio que lo que está en juego es la permanencia de Estados Unidos como la superpotencia del planeta. ¿Se acerca el final del imperio? Nadie podría responder a esa pregunta, pero parecería que ese tipo de cuestiones asaltaban el pensamiento de quienes repletaban los bares.
Más que la atención sobre el debate, lo sobresaliente era la apariencia de quienes observan la discusión: había jóvenes con rostro largos de preocupación y viejos con cara de angustia. Una rubia sentada en la barra del Bourbon maldecía cada vez que alguno de los candidatos mencionaba al presidente George W. Bush, mientras que otra mujer golpeaba la mesa cuando se discutía sobre seguridad social.
La mayoría de los estadounidenses están muy enojados con todo lo que está pasando en el país. Un vecino de silla contó que perdió ocho mil dólares en una inversión y muchos actúan como si se les tocara un tema personal cuando se habla de trabajos perdidos, salarios y pensiones. Podría decirse que los estadounidenses viven días de furia.
Transcurría el minuto 25 del debate y los candidatos debían responder una pregunta que el moderador lanzó como una jabalina emponzoñada: ¿Podrían decirse todo lo negativo que sus campañas han dicho sobre ustedes? En el Bourbon el público emergió de la burbuja de tensión que se formó cuando se discutía la economía. Por fin los candidatos se lanzaban golpes. Pocos reaccionaron: con todo lo sucedido, casi todos parecen estar noqueados estos días.