Finalmente entró en vigor la Ley de No fumar. Digamos que no me afecta ya que no soy adicta al humo. Me limito a compartir amistosamente un cigarrillo cuando alguien me lo ofrece y eso es todo. Lo que sí me afecta es la supuesta superioridad moral de la que se enorgullecen algunos no fumadores, ahora además avalados por la Ley.
Estoy dispuesta a admitir que fumar es una debilidad moral, pero que quede claro que desconfío de los seres sin debilidades morales. Es fácil que sean sobrios y que no cometan ni un solo error. Que sean razonables, de costumbres predecibles; y supremacía permanente de la cabeza sobre su corazón. ¡Qué admirables!
Lástima que me disgusten tanto los seres completamente racionales, almas correctas, pero rígidas, intolerantes y desde luego tan poco poéticas que son incapaces de apreciar los beneficios morales y espirituales que proporciona fumar.
Debo confesar que las casas donde no hay ceniceros me hacen sentir atemorizada e incómoda. Suelen ser casas muy limpias y ordenadas donde cada cojín está en el debido lugar y los dueños son correctísimos.
Casas asépticas que como los hospitales, me obligan a asumir mi mejor comportamiento.
¿Pero quién ha dicho que portarme bien me hace feliz? Dado que los fumadores somos siempre atacados por el aspecto moral, y no el artístico; debo empezar con una defensa de la moral del fumador que es, en conjunto más alta que la del no fumador.
Empezaré por afirmar que el cigarro extrae la sabiduría del filósofo, mantiene cerrada la boca del tonto y genera un estilo de conversación pensativa y benevolente cada día más escasa en nuestra ruidosa sociedad. Una persona que se permite disfrutar del cigarro es más afable, más sociable y tiene más indiscreciones íntimas que revelar.
Suele tener una conversación chispeante; y aunque no tengo bien clara la razón, percibo que gusta de mí tal como yo gusto de ella. Puede tener las uñas amarillas por la nicotina, pero generalmente su corazón es cálido y acogedor.
Por otra parte, he notado que una persona con un cigarrillo en la boca es feliz; y al fin y al cabo la felicidad es la más grande de las virtudes morales. Sólo la gente insensible puede creer que fumar es un acto físico y sin ninguna cualidad que satisfaga el alma. Se trata con frecuencia de miembros de la Sociedad de la Templanza que nunca se darán la oportunidad de descubrir la solvente contribución del humo, al pleno disfrute de la conversación con un amigo o a la producción de la perfecta carencia de palabras y pensamientos que conocemos como buena literatura.
¿Qué es el pensamiento sin la imaginación, y cómo puede echarse al vuelo la imaginación con las alas cortadas de un alma sombría que no fuma? Ya hace muchos años lo cantó Sarita Montiel, quien en su momento fue una verdadera provocación con aquello de: Fumar es un placer/ genial, sensual/ fumando espero al hombre que yo quiero/ tras los cristales/ de alegres ventanales/ y cuando fumo/ la vida no consumo/ porque flotando el humo…/.
Como dije en un principio yo sólo fumo cuando hay; pero quiero dejar claro que me niego contundentemente a renunciar a la fantasía de que alguna noche en un bar, un hombre me ofrezca fuego como Humprey Bogart lo hizo con Ingrid Bergman en la inolvidable película “Casa Blanca”.
No, no soy fumadora compulsiva, pero dado el fortísimo elemento provocador que conlleva toda prohibición; estoy a punto de empezar a serlo. No entiendo por qué resulta imposible tener asépticos bares y restaurantes para uso exclusivo de la Sociedad de la Templanza; y otros ahumados, pero hospitalarios destinados a satisfacer a los pecaminosos fumadores? ¿No vivimos acaso en una sociedad que hace alarde de respetar la diversidad?
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