Existe un escultor en la Gran Bretaña que está considerado actualmente el artista plástico más rico y famoso del mundo porque sus creaciones se venden (como pan caliente) a precios exorbitantes entre los más excéntricos millonarios que existen en nuestro sufrido planeta. Su nombre es Damián Hirst y tiene solamente 43 años de edad. Nacido en Bristol, es el consentido de los coleccionistas y toda su producción es altamente apreciada.
Una de sus últimas creaciones fue “El Becerro de Oro” (evocando al famoso toro sagrado de los egipcios conocido como el “Buey Apis”) vendido en 18 millones de dólares. Se trata de un ternero conservado en formol en un gran tanque de cristal colocado en una base de mármol de Carrara, que tiene el disco sobre su cabeza, las pezuñas y los cuernos hechos con oro de 18 kilates.
Al momento de escribir esta columna, se está subastando otra obra de Hirst, una calavera de tamaño normal, que se dice el modelo fue un hombre azteca que vivió entre 1720 y 1810. Bañada en platino, está totalmente recubierta con ocho mil 601 diamantes, la nariz llena de joyas preciosas y en la frente un diamante en forma de pera de 52 kilates. Esta obra, llamada irónicamente por el artista “Por el Amor a Dios” (sí, Dios con mayúsculas) está valuada en 125 millones de dólares. La reproducción en los medios es impresionante, se ve realmente hermosa, a pesar de lo estúpido de su creación.
Lo que llama la atención es que habiendo tanta hambruna en el mundo, existan personas que gasten esas fortunas en cosas tan superfluas. Y todo, para qué... para tener esas obras en bóvedas resguardadas celosamente donde solamente el dueño las contempla debido al extraordinario precio que se pagó y al temor al robo. La única satisfacción que obtienen es totalmente egoísta: saberse dueños de algo que en la realidad no valen nada... No cabe duda que la estulticia existe.