ARTURO BRIZIO CARTER
Corría el lejano año de 1969 cuando, a instancias de don Arturo Yamasaki, silbante excepcional y gran amigo de la familia, me inscribí en el curso institucional para árbitros auspiciado por la Federación Mexicana de Futbol.
Tenía 19 años y acababa de ingresar a la carrera de Licenciado en Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México, por lo que de alguna manera, tomé las clases de arbitraje como una terapia ocupacional.
El director del curso era el señor licenciado Alfredo Fabela Rodas, personaje sin par y la instrucción la daban, aparte del “chino” Yamasaki, el querido “profe” Rafael Valenzuela.
La mayoría de los aspirantes jamás habíamos tocado un silbato y mis compañeros eran señaladamente mayores que yo, pero eso no fue obstáculo para que, prácticamente desde las primeras lecciones, nos hiciéramos amigos.
Así, fui conociendo y admirando a gente como José Antonio Garza y Ochoa, Guillermo Brunet Forteza y Alfredo Gasso Pérez, quienes me nutrieron con su hombría de bien y excelente carácter.
Al paso de los años, debutamos prácticamente juntos Garza, Gasso y un servidor y un poco más tarde, compartimos el privilegio de ostentar el gafete de árbitros internacionales y representar a México en diversos torneos alrededor del mundo.
En 1989, se iba a disputar el último boleto para la Copa del Mundo de Italia 90, entre los equipos de Israel y Colombia. Para el juego de ida, allá en Tel Aviv, la FIFA designó a Edgardo Codesal como central y a Alfredo Gasso y a un servidor como jueces de línea.
La algarabía del viaje tuvo su momento de solemnidad cuando, dentro del vestuario, los tres amigos nos fundimos en un gran abrazo sabiendo lo mucho que estaba en juego. Después, Edgardo realizó un extraordinario arbitraje ganándose a pulso su derecho a estar en el Mundial.
El trío mexicano permaneció en Israel por espacio de cinco días, conociendo y visitando los Santos Lugares y posteriormente, nos trasladamos a Madrid y no hubo un solo momento en que paráramos de reír.
Ese es el homenaje que hoy, con el permiso de usted, amable lector, quiero rendir a Alfredo Gasso, fallecido a los 61 años de edad el pasado sábado: recordarlo como el buen tipo que fue, el amigo de aventuras y el compañero atento y amable.
Odio los velorios y me disgustan tanto los entierros que si pudiera, no me presentaría ni al mío, por ello, me parece más genuino mandarle el mensaje a Alfredo de que su amistad, a pesar de haber tomado caminos diferentes, vive en mi corazón.
Recordar es vivir y así, pasan ante mis ojos su capacidad atlética, adelantada a la época, su buen trato con el balón a la hora de jugar la tradicional “cascarita”, su prematuro retiro a causa de una afección cardiaca y su aparente molestia cuando, en su faceta de instructor, fue bautizado con el sobrenombre de “polillita”.
Adiós, Alfredo y hasta siempre.