“LA OBRA DE MUÑOZ OLIVARES”
Frente a este Callejón Veneciano, yo, como espectador, estoy navegando. Tengo la altura de un gondolero. El reflejo del agua llega directamente hasta mí. Como espectadores estamos localizados fuera del cuadro, en la parte centro—derecha, y, sin embargo, la posición en la que nos coloca el pintor ya nos sugiere un modo de estar en relación al juego imaginario de la pintura.
Viene hacia nosotros una góndola con su gondolero. Se reflejan en el agua los muros, las columnas, las frondas. Nosotros vamos camino hacia el puente; miramos desde la misma altura que el gondolero, es decir, estamos parados como a 1.70 metros del espejo del agua. Vemos el agua en contrapicado, y quizá podamos sentir que navegamos hacia adelante. El allá de nuestro recorrido está hacia el frente. El contexto nos sugiere que vamos impulsados por los brazos del bandolero que se sumerge en el agua su garrocha para hacer navegar nuestro bote imaginario. Nuestra creatividad inconsciente nos permite adoptar un ritmo lento que tranquiliza el ánimo.
El ritmo es un proceso de acciones y reacciones con el cual hacemos nuestro espacio y el tiempo. No es sólo una idea, es también una operación mental a partir de la cual tendemos a modular nuestro estado psico—somático. Este ritmo se proyecta hacia todo nuestro imaginario recorrido por el canal veneciano.
Nos orientamos hacia el punto de fuga, que en este caso se acerca un poco al centro óptico del cuadro. El centro óptico quedaría arriba del canal, en la fronda de nuestro lado izquierdo. Un poco más abajo está el punto de fuga. Hacia él nos orientamos, la cercanía entre estos dos puntos hace que los dos vectores imaginarios sumen su fuerza de atracción.
El punto, cualquier punto, es la referencia con base en la cual estructuramos nuestro equilibrio. Quien está mareado se concentra en un punto en el horizonte y puede, levemente, curarse de su mareo. El equilibrista fija su atención en un punto para estabilizarse mejor.
Al atender hacia nuestro punto de fuga no sólo definimos la ruta de nuestro recorrido imaginario, sino que tendemos hacia nuestro punto de equilibrio desde nuestra góndola invisible. Vamos tranquilamente hacia donde nuestros ojos, pues el ojo humano naturalmente se proyecta hacia el punto de fuga, a partir del cual el espectador se integra equilibradamente al entorno.
El observador del cuadro, al proyectarse sobre el punto de fuga, se orienta y es atraído hacia ese punto que, como nos ha enseñado Leonardo da Vinci en su Tratado de pintura, es infinitamente pequeño, no es especial, sólo tiene localización.
Vamos, pues, en nuestro ritmo de tranquilidad gondolera que se orienta hacia donde se dirigen nuestros impulsos, y quizá podamos decir, hacia donde se orientan nuestros deseos. El punto es como un allá, a partir del cual defino y ordeno mi aquí y estructuro el paisaje, como paisaje para mí. En este ritmo, el sujeto se recupera a sí mismo como sujeto, es decir, ya no está en el infinito espacio, y en el infinito tiempo, sino en una correlación rítmica que él comprende y que asume en su propia dimensión, como ritmo suyo.
Entre las magias del cuadro aparece una extraña consideración. A nuestro lado derecho hay un mundo de luz cálida que refleja la luz solar, un mundo de ventanas, de terrazas, de balaustras. Hacia nuestro lado izquierdo tenemos un mundo en la umbría, un mundo que tiene una barda gris oscuro y una góndola negra, es decir, al contrastar el lado derecho claro y lleno de vida con el lado izquierdo, este último parece mucho más cercano a la muerte.
Vamos orientados hacia nuestra referencia ordenadora, el punto de fuga. Contemplamos desde arriba el agua y navegamos a ritmo tranquilo. A un lado va la muerte y del otro la vida. Arriba, el cielo lleno de luz, permite pensar una dimensión abierta donde la muerte no puede encerrarnos, donde podemos proyectarnos simplemente contemplándola como algo que va quedando permanentemente en la orilla, del otro lado.
Pasaremos un puente que conecta la vida con la muerte, el Eros con en tánatos, y nosotros, los observadores del cuadro, iremos casi en medio, aunque un poco cargados hacia la vida. Estaremos más allá del vivir y del morir de este mundo corpóreo que ha asumido un ritmo de góndola con el que saborea la dimensión futura del trayecto.
Arriba, del lado de la vida, está el cielo claro, iluminado por el sol, azul, blanco y levemente violeta. Del lado izquierdo está la fronda, que en su parte más baja es oscura frente a lo claro.
Desde nuestra góndola imaginaria que no vemos estamos parados como espectadores, nos orientamos por la luz que llega a nosotros. Siempre el reflejo de la luz viene hacia mí recorriéndole agua desde alguna de sus fuentes.
Como sujeto observador, me integro con la luz que se dirige hacia mi mirada y por ese camino trazo una referencia, trazo una línea que va hacia el punto de luz. Está, pues trazada mi trayectoria de varias maneras, como recorrido del reflejo de la luz en el agua, como dirección de mi mirada, como proyección hacia mi punto de fuga, y como pauta que equilibra y orienta mi navegar entre la vida y la muerte.
ANTONIO CASTRO LEAL JR.
MÉXICO, D.F. 1977.