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Reminiscencias

Gilberto Serna

El mundo ha cambiado, lo digo con tristeza. Con el alma llena de nostalgias por lo que se ha ido y sé que por más que lo queramos nunca regresará; nuestras tradiciones que, durante muchos años, se mantuvieron firmes e inalterables, de pronto dieron un giro rodeándonos de nuevas costumbres. El corazón de los antiguos habitantes estaba hecho de una sustancia clara, transparente que no dejaba lugar a la mezquindad. Con el tiempo se han ido muchos gozos inocentes de los que disfrutábamos intensamente. Volteo hacia atrás y veo con grata ternura a aquellos que se han ido, que nos dejaron porque así debía de ser. Se acercan en estas fechas con gran regocijo a traernos el pretérito sin que los años hayan pasado, igual que cuando se fueron. Están hechos de jirones de recuerdos que han quedado grabados en nuestra memoria y por ese solo hecho siguen viviendo. Los oímos como antaño riendo, festejando, contentos, preparando sus cosas con la misma alegría de siempre.

Los chiquillos saliendo al patio en medio de un gran alborozo, convencidos de que el pueblo mañana tras mañana seguiría siendo igual. Las campanas de la cercana iglesia repicaban llamando a misa. Las mujeres apresuraban el paso pudorosas, con una mantilla sobre la cabeza llevando en las manos los misterios del rosario. Tomado de la mano de mi hermana cruzaba la calle que lucía solitaria y oscura. Desde hacía un rato los carros de tiro estaban cediendo su lugar a los autos que sonaban sus ruidosas bocinas con acompasado ritmo que era una voz rasposa que hablaba de lo antiguo, presagiando la modernidad. A lo lejos se escuchaba el silbato entre el traqueteo de las ruedas sobre los rieles del ferrocarril que había salido de Ciudad Juárez la noche anterior, llegando a la vieja estación donde las mujerucas con sus tinas esperaban que el factor las autorizara a tomar agua caliente para que el marido se bañara. Las que vendían su mercancía se arremolinaban en los carros de segunda para entregar por las ventanas sus jarros de atole, su pan ranchero y sus tortas de frijoles con huevo, no faltando las gorditas horneadas con manteca, rellenas de queso, de rajas o de chicharrón.

A las puertas donde se veneraba a la Virgen del Carmen, que recortaba sus agudas torres en el amanecer de un nuevo día, llegaban los contritos fieles con la cabeza baja, la mirada perdida, musitando una plegaria, arrepentidos, llevando consigo el dolor y el pesar de haber pecado, ofendiendo de palabra y de obra al buen Señor. La estancia olía a incienso y a cera quemada. Los monaguillos con sus casacas rojas se apresuraban yendo, de la sacristía al altar donde en refulgentes candelabros ardían largas velas. El joven sacerdote tomaba su lugar repasando mentalmente su sermón mientras subía los escalones de madera para llegar al púlpito, que requería de inspiración, sin ser cosa fácil por lo que iba encomendándose al Espíritu Santo. En un corredor se abría el vano de una puerta que daba a un patio interior. Ahí colgaba la piñata de siete picos que representaba los pecados capitales, llena de simbolismo, a la que deberíamos darle con un garrote. Si era golpeada, quebrando la vasija de barro que llevaba adentro, se oía una exclamación de honda alegría de la chiquillada afanada en recoger los dulces y la fruta que terminaban en el suelo.

Los cánticos pidiendo posada eran de otro mundo. Caminando de una puerta a otra en solemne procesión muy serios entonando, en el nombre del cielo os pido posada. En un humilde pesebre nacería el Rey de Reyes. trajeron incienso, mirra y copal. Melchor, Gaspar y Baltasar.Un invento de la mercadotecnia, Santa Claus, aún no había hecho su aparición. Había en las familias un intercambio de regalos como demostración de amor. El pequeño pueblo adquiría en estas fechas características especiales. Una luz que parecía salir de los corazones de los antiguos habitantes alumbraba las calles que por lo común estaban oscuras, sumidas en hondas y amenazantes tinieblas. Nuestro universo eran unas cuantas cuadras. No requeríamos de más. A unos cuantos pasos teníamos el edificio del gobierno municipal, justo en la plazuela donde se alza el monumento a Benito Juárez, el mercado Villa, la Alameda, la parroquia del Carmen, el teatro Isauro Martínez. Todo flanqueado por una avenida de palmeras en cruce con la calzada Colón. En fin, los rostros se desvanecen, las reminiscencias abandonan nuestros pensamientos, somos de nuevo niños correteando. Los ojos se humedecen al evocar aquellos tiempos idos ¡ay!, que jamás volverán.

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