Un error frecuente de apreciación es creer que mientras más opciones se tienen (en relación con cualquier cosa: comida, películas, posibles parejas sentimentales) hay una mayor capacidad de escoger, una más amplia pluralidad, y el que selecciona es el beneficiario. Pero no siempre es así: la cantidad suele estar reñida con la calidad.
Más aún, si la calidad del conjunto en el que se va a seleccionar nunca ha sido muy elevada, cabe deducir que mientras más se dividan las opciones, más sufrirá la calidad de las mismas.
Todo lo cual puede ser demostrado viendo lo que la proliferación de pseudopartidos le ha hecho a nuestra democracia niña.
Durante décadas en México hubo en teoría cuatro partidos políticos: el Revolucionario Institucional, el Auténtico de la Revolución Mexicana, el de Acción Nacional y el Popular Socialista. Y digo que en teoría, porque ninguno era un partido político en el sentido moderno del término: el PRI era una agencia de colocaciones caracterizada por su camaleonismo ideológico; el PARM era una entelequia para que los viejitos veteranos de la revolución tuvieran domicilio postal; el PAN no aspiraba al poder, sino al martirio y la canonización; y el PPS no era partido, ni popular ni socialista, sino una entelequia para que en el exterior dijeran que había pluralismo en un país aplastado por un sistema autoritario sui géneris y muy aguantador, eso sí.
Cuando la sociedad empezó a hartarse de tal sistema, y a demandar cambios a fondo, parte del proceso democratizador contempló el surgimiento de nuevos organismos políticos. La izquierda pasó por una serie de mutaciones (PSUM, PMS, PMT) que desembocaron en un PRD que casi dos décadas después nada más no cuaja, pero que se convirtió en un tercer partido importante junto a los históricos (¿o prehistóricos?) PRI y PAN.
Pero además surgieron un montón de partiduchos que usaron y abusaron de la benevolencia de las leyes electorales mexicanas. Algunos fueron inventos de personajes poderosos (el PT originalmente de los Salinas, el Panal de Elba Esther); otros se convirtieron en auténticos negocios familiares, como el PVEM (que, de nuevo, ni es partido ni es verde ni es ecologista; aunque eso sí, las ratas que lo manejan son sin duda de México). Otros más no tienen descripción posible, como Convergencia. ¿Alguien me puede decir qué sostiene ideológicamente ese dizque partido? Lo que sabemos es que difunde con patológica fijación el color naranja… y ya. Ignoro qué tiene que ver con la vida pública mexicana tan cromática obsesión.
El caso es que esos engendros, en su mayoría, no colaboraron mayormente al fortalecimiento de nuestra enclenque democracia. Más bien todo lo contrario… como comentaremos el día de mañana.