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Rostro y corazón, flores y cantos

A la ciudadanía

Magdalena Briones Navarro

La llegada de los españoles a México-Tenochtitlan les causó la sorpresa más grande de cuantas hubieran esperado. Bernal Díaz del Castillo, soldado de Cortés dice en sus crónicas, ante la magnificencia, belleza y orden de la ciudad… “Parecía de las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís… algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños”.

Este cronista ciñe su mirada a lo obvio. Los sacrificios humanos los horrorizaron en la misma medida. Pero qué produjo semejantes asentamientos; nada se hace solo y de la noche a la mañana. Anteceden a los aztecas otras grandes civilizaciones: la teotihuacana y la tolteca. De la primera (también de la otra) hay restos magníficos, las pirámides y una extensa ciudad en ruinas aún no estudiada a cabalidad. Se cuenta que vino una despoblación de esta gran urbe, quizá por invasiones bárbaras, por sequías extremas o alguna desconocida e invencible plaga. El éxodo dio origen a agrupamientos nahuas salidos en todas direcciones, la más destacada heredera de tan maravillosa cultura fue sin duda Tula (la tolteca).

Estas dos civilizaciones presentan el máximo esplendor intelectual y material de las antiguas del México Central (siglos IV y IX d.C. y IX-XII d.C. respectivamente). Allí se veneraba desde tiempos antiguos al que se convertiría en símbolo de la sabiduría náhuatl y maya: Quetzalcóatl-Kukulcán. “Este dios único, Quetzalcóatl es su nombre, nada exige sino serpientes y mariposas que vosotros debéis ofrecerle, que vosotros debéis sacrificarle… Otras divinidades son sólo símbolos de las fuerzas naturales que hacen manifiesta la acción de un solo principio supremo: Quetzalcóatl, Yohualli, Ehecatl, ‘el que es como la Noche y el Viento. Señor del Cerca y el Junto’. A pesar de toda la extraordinaria organización social y política, a mediados del Siglo IX d.C. sobrevino su ruina. Hecho ni aislado ni excepcional. En el mundo maya ocurrió algo semejante: la ruina y el abandono de los grandes centros rituales. Uaxactún, Tikal, Yaxachilán, Bonampak y Palenque”.

Durante los siglos IX y XII d.C., los habitantes de Tula, herederos culturales de los teotihuacanos, consolidaron una cultura envidiable: ahí todo alcanzó proporciones de arte. Ante tal destreza y perfección otros grupos deseaban toltequizarse. El culto a Quetzalcóatl continuó, hasta “cuando estuvo gobernando Huemac, comenzaron los sacrificios humanos, esto lo empezaron los hechiceros…”.

Con la migración de Quetzalcóatl al Este, hacia el mar inmenso, surge una tremenda antítesis conceptual-operativa, que se acentúa con las avanzadas de grupos bárbaros, entre ellos los aztecas “que no tienen rostro”, a las zonas lacustres ya pobladas entre volcanes, quienes a través de una inacabable guerra llegaron a asentarse en México-Tenochtitlan. Tratan de toltequizarse, de adquirir un rostro, pero por la fuerza, llegando a conquistar territorios de océano a océano y al Sur hasta Guatemala. Su dios ya no era Quetzalcóatl sino Huitzilopochtli–el Sol, a quien deberían sostener con la sangre propia y ajena de personas sacrificadas en su honor.

En contrapartida, los señores Nezahualcóyotl de Texcoco, Tecayehuatzin de Huexotzinco, Aquiautzin de Ayapanco, Cuauhtencoztli de Hexotzinco, Ayocuan de Temachalco y otros, se preocupaban por encontrar qué sería verdadero en este mundo, algo en qué enraizarse. De si la poesía y el arte (flor y canto) eran los más altos obsequios del hombre a su dios (único, intangible e irrepresentable) y al hombre mismo. Para ellos, artista o poeta no podía ser sino aquel que concertaba, armonizaba; necesariamente alguien que pensara no sólo sobre cosas superficiales, sino en lo profundo de la existencia, su interrelación con el mundo, la amistad, la belleza, su dios. Las miserias del mundo y la certeza de la muerte y el cambio, en lo personal y en lo colectivo, deberían compensarse con la verdad, la belleza, la bondad. Es necesario al hombre crearse un “rostro y corazón” respetables si no admirables. O sea, una personalidad y un actuar honorables, de acuerdo a los más caros valores dignificantes de sí mismo, de su familia y de su sociedad para la historia.

Acentuadamente hoy estamos frente a la misma disyuntiva: ¿Qué es el hombre; hacia dónde va? ¿Cuál es su papel mientras vive, el que le designan por la fuerza o el que sabiamente se forja él mismo en obsequio propio y ajeno?

Existen múltiples respuestas, pero es obvio que si anhela un poco de felicidad y armonía en el trayecto, imposibles de lograr sin “rostro y corazón” y sin “flores y cantos”.

Libro consultado Los Antiguos Mexicanos a través de sus Crónicas y Cantares, Miguel León Portilla, FCE, 5ª edición, 4ª reimpresión 1988, México.

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