Navidad sin migrantes. Comunidades como Santa Inés suelen llenarse de vida en fin de año. Pero ahora, ante la crisis, no se espera que muchos regresen a pasar las fiestas decembrinas. (Agencia Reforma)
A Eva Hernández la recesión en Estados Unidos ya comenzó a afectarle. Las remesas que le envían se redujeron de 300 a 150 dólares en el mes de diciembre; su esposo, inmigrante indocumentado en California, quedó desempleado desde noviembre y entre el pago de la renta y la comida, sus ahorros se están acabando.
Según sus cálculos, si su esposo no encuentra pronto un nuevo trabajo, la última remesa que recibirá será la del mes de enero.
La situación para esta mujer que desde hace 10 años se quedó sola al cuidado de sus dos hijos se complica, porque a pesar de que es la encargada del único “centro de entretenimiento” del pueblo de Santa Inés –un local de videojuegos–, la mayoría de los migrantes de la comunidad decidió no regresar a pasar la Navidad con su familia.
Esto significa que probablemente tenga que cerrar el negocio, pues el número de niños en este lugar, que poco a poco se está quedando sin habitantes, no supera los 40 y ante este déficit, su negocio dejó de serlo.
Santa Inés se ha ido convirtiendo en un “pueblo fantasma” ante la migración de los hombres y jóvenes. Hoy el pueblo cuenta con apenas 300 habitantes –menos de la mitad de su población original– entre mujeres, niños y ancianos, la mayoría ex migrantes que regresaron enfermos y en algunos casos con discapacidades físicas después de trabajar en Estados Unidos.
Por años, la única razón por la que valía la pena mantener abierto el establecimiento eran las ganancias del mes de diciembre, cuando todos los migrantes regresaban a visitar a la familia y la demanda de los videojuegos podía durar hasta las tres de la mañana, pero ante la crisis en ese país, el pueblo difícilmente recibirá visitantes este año.
Sin los ingresos del local, ella y sus dos hijos se convertirían en una de las 135 mil familias que dependen totalmente de las remesas en todo el estado, pues en esta comunidad, donde el déficit de habitantes pasmó la economía interna, no existen opciones de empleo para las mujeres, que son las que se quedan.
Los apoyos gubernamentales tampoco serían una ayuda para Eva que por habitar en un pueblo con todos los servicios básicos, calles pavimentadas y casas bien construidas –todo a base de las contribuciones de los habitantes–, no es considerada como posible beneficiaria de programas oficiales, a pesar de que su familia corra el riesgo de reducir su consumo a niveles mínimos.
Así, las remesas se convierten en la única forma de subsistencia en este pueblo conocido por las comunidades aledañas como “pueblo fantasma”, porque sus calles lucen desiertas, incluso las cercanas al kiosco, la iglesia y las dos únicas tiendas del lugar, y el silencio es tal que puede oírse el sonido de los pasos.
Mientras atiende a uno de los tres clientes que han acudido al local en las seis horas que lleva abierto, reconoce que la pérdida de empleo de su esposo no es lo que le preocupa, sino la falta de opciones para las mujeres que se quedan aquí.
Eva forma parte de la nueva composición demográfica del estado, en donde la presencia de mujeres asciende a 2 millones 62 mil, y la de los hombres no supera el millón 900 mil. A pesar de la situación, le pidió a su esposo que pasara la crisis en Estados Unidos, porque aquí “la cosa está peor”.
“Allá, dice con un gesto de resignación, si no tienes un trabajo es fácil conseguir unos dólares haciendo cualquier cosa; aquí, el salario por una jornada completa de trabajo es el que se puede ganar en Estados Unidos por una hora”.
Por el momento, Eva ya comenzó a tomar las únicas medidas viables: redujo el consumo de alimentos, de energía eléctrica y de agua, esperando que las restricciones para ella y sus dos hijos no tengan que ampliarse en las próximas semanas y meses. Una mejor solución no dependerá de lo que ocurra en su pueblo, sino de lo que su marido consiga en Estados Unidos.